ELLA, CRISTINA
Cristina Fernández es una mujer excepcional, y no utilizo el término como halago, sino como franca descripción de la realidad: dirigente del peronismo con dos décadas de centralidad, primera mujer en encabezar una fórmula presidencial ganadora, dos veces primera mandataria y una vicepresidenta, la dirigente más votada de la historia de la democracia y sobreviviente a un intento de magnicidio, son alguno de las excepcionalidades que cosechó en sus 72 años.
Como todo personaje notorio en este país, su figura ha despertado amores y rencores iguales en su fuerza y dramatismo. Para la inmensa mayoría de la militancia organizada Cristina es la líder indiscutida del movimiento justicialista y para una enorme cantidad de gente sin participación orgánica, pero ideológicamente cercana a lo que se denomina el campo “nacional y popular”, conocido como “peronismo silvestre”, ella ocupa un lugar que ningún representante ni dirigente puede ocupar.
¿A qué se debe el reconocimiento, respeto y amorosidad de una enorme cantidad de gente que llora de emoción al verla y le dice como oración obligada “gracias”?
Creo que tiene que ver con una memoria inmediata e indivisible: la de una vida algo más digna y justa durante los gobiernos kirchneristas después de la implosión del neoliberalismo en 2001.
A la mejora de los índices sociales, que se constituyeron en la acumulación originaria del capital político y simbólico kirchnerista, se sumaron otras consignas de reivindicación. Para los sobrevivientes de la última dictadura, los que estaban comprometidos con los Derechos Humanos y para los que habían sufrido la impunidad, la reapertura de los juicios por delitos de lesa humanidad y las políticas de memoria fueron un bálsamo que les permitió cambiar la vergüenza por el orgullo y la transmisión. Esa causa, asimismo, mezclada con la reivindicación de la militancia política, atrajo a miles de jóvenes que se vieron protagonistas de un nuevo proceso histórico.
Fueron los años en los que muchos pasamos de las filas de las parroquias, las universidades y los centros culturales a la militancia política, con sus mieles y sus costos. Los actos masivos, los plenarios, los espacios de formación, las plazas, las fechas patrias, las jornadas solidarias, los cine-debates, los homenajes a los militantes detenidos desaparecidos. Todo eso fue parte de un modo de vida que nos convocó, nos contuvo y nos hizo priorizar lo colectivo como forma de vivir y transitar los espacios.
Éramos esos jóvenes, especialmente los de la clase trabajadora, los que vimos a nuestros viejos levantar la cabeza después de años de fatiga y llanto. El trueque y los Bonos Federales se transformaron en sueldos recuperados que asistieron a un proceso de consumo y mejora de la dieta. Si, algo tan sencillo como eso: comimos mejor. Y nuestras madres, que recorrieron el mercado laboral caídas de los márgenes, pudieron jubilarse con moratorias.
“Después de la traición a los fundamentos justicialistas que representó el menemismo, ser peronista volvió a significar rebeldía y confrontación con el poder”
Muchos hijos e hijas de familias sencillas pudimos estudiar en la universidad pública y graduarnos porque la movilidad social ascendente volvió a existir por aquellos años. Después de la traición a los fundamentos justicialistas que representó el menemismo, ser peronista volvió a significar rebeldía y confrontación con el poder. La historia política argentina, los intereses nacionales, las tensiones por la distribución de la riqueza, la unión latinoamericana y otros temas de coyuntura fueron los tópicos de conversación en una mateada cualquiera, una peña o una juntada. Formar parte, nos hacía sentir útiles y mejores.
Esa alegría no nos eximía de las desazones internas y externas. Las roscas, mezquindades e incoherencias del propio movimiento, por cierto, también se evidenciaron y generaron desánimos. Pero eso no es nada respecto al tremendo odio que suscita históricamente el peronismo y particularmente la figura de Cristina. Adherir a esa identidad ha significado, en general, comprarse enemigos que uno ni siquiera conoce.
La excepcionalidad de Cristina, que ha generado tanto fervor y lealtad popular, también despertó sentimientos ruines en una parte de la dirigencia política irresponsable y en parte de una sociedad que no repudia la violencia, sino que la festeja (y vota). No estamos hablando aquí de críticas fundadas y oposiciones políticas por adherir a distintos principios o por tener otra mirada sobre cómo debe administrarse al Estado, diferencias que son naturales, sanas y necesarias en cualquier democracia. Hablo del odio virulento y lascivo que busca destruir (simbólica y materialmente) a quien piensa o representa lo distinto, de las bolsas mortuorias con el rostro de Cristina y otros dirigentes del peronismo y otras formas contemporáneas de “Viva el Cáncer”.
Por supuesto, no es posible escindir de esos odios al rol claro que han tenido los medios de comunicación, especialmente los que responden al Grupo Clarín, con quienes Cristina tensionó en su gobierno, constituyó como principal enemigo y a quien hace responsable de su destino.
LABUREN, MUCHACHOS, VAMOS, ACTIVEN
Lejos de querer abonar a teorías conspirativas, hay una clara realidad: lo que sucede con CFK es la suerte que corrieron otros líderes de la región, es decir, les tocó bailar al ritmo que componen medios y jueces. No está de más decir que los exabruptos periodísticos son parte del sistema político argentino. Han dicho, afirmado y justificado cualquier cosa y algunos de sus mantras son repetidos, sin procesamientos, por parte de una opinión pública que reproduce lo que otros producen (por supuesto, respondiendo a intereses).
Se dijo que Néstor no estaba en el cajón fúnebre, que Cristina fue la mentora del atentado que casi termina con su vida, que se robaron un PBI y dieron a conocer la confirmación de la condena antes que la justicia se expidiera. Incluso, en un caricaturesco y humillante episodio, Jonatan Maximiliano Goldfarb, conocido como Joni Viale, exhortó al aire a los miembros de la Corte Suprema “laburen, muchachos, vamos, activen…” y le hicieron caso.
Tanto es el enojo que despierta Cristina como figura pública que ahora el acento crítico de algunos de estos comunicadores está puesto en los “bailes” que Cristina hace en el balcón frente a una multitud que peregrina a su casa y hace guardia en su puerta. Esa alegría de Cristina frente al cariño masivo y popular los enoja de un modo extraordinario y llamativo.

Se ofuscan hasta llegar al ridículo. Pero esos pasos de comedia (y tragedia) de los medios de comunicación y sus hacedores son poca cosa respecto al descrédito que el sistema de justicia se ha ganado en gran parte de la percepción social de nuestro país, por sus tentáculos de corrupción e impunidad a lo que se suman sus comportamientos de casta privilegiada e ineficiente.
Más allá de los tecnicismos legales, explicados de uno y otro lado hasta el cansancio en estos días, no es posible leer el accionar del sistema de justicia, incluida la Suprema Corte, si no es en clave política. Hasta el más anti-kirchnerista no puede negar ese carácter discrecional y controvertido de todo lo que ha ocurrido. Está claro que se trata de una decisión dispuesta a incidir en la configuración política del país y su escenario electoral.
El olor putrefacto se siente desde lejos y las consecuencias de estas lesiones institucionales serán profundas y graves. Se profundiza un ciclo cada vez más espiralado que no es dramático sólo por su tenor político, sino por su costado económico, social y humano. Este despelote político, con muchos errores autoinfligidos por el peronismo durante su última experiencia de gestión nacional, posibilitó que los grupos económicos más reaccionarios de la Argentina (con voceros como Caputo y Sturzenegger, entre otros) volvieran a tener el poder suficiente para aplicar las medidas más regresivas de las que se tengan memoria. Jubilados, docentes universitarios, científicos, discapacitados, médicos, industriales, empleados públicos y comerciantes, entre otros, sufren las consecuencias de los recortes de la inversión pública y la apertura económica indiscriminada.
Un puñado de dirigentes se erige como oposición real a ese proyecto político, viejo pero vigente, y es Cristina, por lejos, la única con la fuerza capaz de atacar y representar una amenaza, aun cuando se la excluye de la contienda electoral por el resto de su vida.
¿Y AHORA?
Los sueños húmedos del antiperonismo virulento y del autopercibido “periodismo independiente” tornan hoy alrededor de tres cosas: la imagen de Cristina siendo detenida (y esposada), la negación a su derecho de estar privada de la libertad en su domicilio y la pulsera electrónica en su tobillo. Quieren humillarla, pensando que con eso desmoralizarán a sus seguidores y sepultarán su presencia en el escenario político. Sin embargo, todo indica que ocurrirá exactamente lo contrario.
Por un lado, aunque las comparaciones siempre sean odiosas y los hechos no sean fácilmente transferibles, la historia muestra que cada vez que se intentó hacer eso con el peronismo y sus líderes ocurrió exactamente lo contrario. Al odio, desprestigio, demonización y cancelación del justicialismo y sus dirigentes le siguieron procesos de masificación de la militancia y el acercamiento de otros sectores. Es como una especie de ecuación en la que es inversamente proporcional el daño que se quiere infligir con lo que termina ocurriendo en términos de participación popular.
“Quieren humillarla, pensando que con eso desmoralizarán a sus seguidores y sepultarán su presencia en el escenario político. Sin embargo, todo indica que ocurrirá exactamente lo contrario”
A los dirigentes del peronismo, en todas sus ramas y expresiones, les tocará la construcción de una unidad política y programática más coherente y eficaz que la alcanzada con el fallido gobierno de Alberto Fernández, del cual el kirchnerismo fue parte de principio a fin. Se tendrá que asumir el complejo desafío de interpretar la tradicional identidad popular del movimiento más grande de occidente, sin traicionar la noción del trabajo como fundamental organizador social, pero con la lucidez necesaria para debatir temas que han resultados esquivos e intocables y que llevaron a la gente a descreer de la opción peronista como la capaz de garantizar estabilidad y calidad de vida.
La gestión del problema de la inflación en la administración Guzmán-Massa fue vergonzosa, dilapidó los ingresos de la clase trabajadora y despelotó la economía doméstica de las grandes mayorías. Con la excusa de la “multicausalidad” no se atacó ninguna de las causas y los resultados fueron pésimos.
Esa ineptitud es utilizada hoy por los libertarios como comprobación de su teoría de que sólo la emisión monetaria y la inversión pública son las causales de los problemas económicos del país. Bien sabemos que no es así y que este modelo ya muestra sus colmillos, con salarios de pobreza, endeudamiento y destrucción del sistema productivo, pero el peronismo tiene que reconstruir, con nuevas ideas, la confianza de la gente en que sí tienen un plan de gobierno, estabilidad y crecimiento.
Otros tópicos esquivos a la dirigencia peronista han sido la inseguridad, la asignación de recursos públicos en programas sociales focalizados y discrecionales y las leyes que regulan el mercado de trabajo y el sistema previsional. No hablar al respecto y cancelar la discusión porque era “hacerle el juego a la derecha” fue cómodo, descomprometido, estéril y allanó el camino para que las ideas más reaccionarias terminaran convenciendo a las mayorías electorales que eran la única alternativa.

Otro tanto pasa con el tema de la transparencia en la administración de los fondos públicos. Resulta que, por no hablar de ello, por no incorporar la formación ética como valor fundamental de un cuadro político y por no condenar más enfáticamente los actos deshonrosos, terminan siendo los corruptos eméritos de este país los que se arrogan el rol social de jueces morales. Y que quede claro: no digo esto por la condena claramente política a Cristina Kirchner como forma de disciplinamiento electoral, lo digo por los “Kueider” del movimiento que no son escasos y que sólo son expulsados de las filas del peronismo cuando la evidencia de su escasa talla moral queda espectacularmente expuesta.
Parte del desafío dirigencial tendrá, también, que ver con la asimilación de una militancia más independiente y activa, que no sea castigada por su autonomía en la discusión y en la acción, sino que, por el contrario, sea fomentada como útero para el nacimiento de una dirigencia nueva, sensible y capaz.
Sean las grandes orgas, las cúpulas sindicales o los caciques provinciales y locales, todo lo que no es aprobado por las altas esferas suele ser tomado como una amenaza o como una actitud desafiante de la conducción con el único propósito de conservar una silla en las “mesas chicas”, donde se corta el bacalao electoral. La criticidad del momento histórico que vivimos amerita un poco más de corazón, coraje y convicción.
Y a Cristina le quedará el desafío de conducir esa enorme porción del movimiento que le tendrá lealtad por siempre, porque nadie heredará su liderazgo, ni en términos electorales ni en términos políticos. Nadie. Es ella quien, otra vez, se lleva la marca de un sistema de poder que en la Argentina siempre ha manejado resortes oscuros para salirse con la suya y aletargar los procesos de emancipación nacional. Lo hace con una estoicidad admirable, lo hace como quien sabe que está jugando un partido con la historia.