UNA DEMOCRACIA ENTRE MARCHAS Y VETOS

SOBRE CALLES, LEYES Y ASCENSO SOCIAL

UNA DEMOCRACIA ENTRE MARCHAS Y VETOS

El veto presidencial es un instrumento legal con el que cuenta quien preside el Poder Ejecutivo nacional para definir asuntos de gobierno. Del mismo modo, indultar o emitir decretos son otras de las competencias conferidas constitucionalmente. Desde el retorno de la democracia, estos instrumentos han sido utilizados por quienes han ocupado el sillón de Rivadavia, pero la particularidad que inauguró Javier Milei es su utilización política y hasta su reivindicación.

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Carlos Menem fue el presidente que más vetó leyes del Congreso: en su década como primer mandatario tuvo 95 vetos totales y 100 vetos parciales. Le sigue Ricardo Alfonsín, con 37 vetos totales y 12 parciales. En tercer lugar del el ranking se encuentra Fernando De la Rúa, que en sólo dos años vetó 26 normas de manera total. Duhalde y Néstor Kirchner comparten el cuarto puesto, con 13 vetos totales, seguidos por Mauricio Macri que tiene tres vetos en su trayectoria presidencial. Por último, se encuentran Cristina Fernández de Kirchner, que en ocho años de mandato sólo vetó de manera total dos proyectos, y Alberto Fernández, que vetó uno.

Sin embargo, a diferencia de otras etapas, el presidente Javier Milei hace del veto un espada a empuñar en cada una de sus batallas libertarias. En su lógica, rechazar una ley que expresa el consenso político de las fuerzas opositoras es ponerle un freno a los intereses corruptos de una casta que busca perpetrar el aprovechamiento de los recursos del Estado. En vez de incomodarlo, la utilización del veto parece ayudar al gobierno en la construcción discursiva de un enemigo de rostro cada vez más difuso.

Imposible no mencionar el asado de celebración por el veto al proyecto de ley que esgrimía una tímida actualización jubilatoria, realizado en la mismísima quinta presidencial, con la planta de funcionarios más importantes y legisladores encolumnados en las filas de Milei. Aquella noche, las copas se alzaron para vitorear los triunfos de la libertad por sobre los oscuros intereses de los jubilados, frente a gran parte de una sociedad perpleja por tanto cinismo.

En el otro vértice de la institucionalidad democrática, el último miércoles 2 de octubre, calles y plazas de la República Argentina se colmaron de estudiantes, docentes, profesionales, trabajadores y trabajadoras para expresar, nuevamente, la preocupación por el futuro del sistema público de educación superior del país.

“El acceso gratuito a la educación superior es casi el único salvoconducto para la igualación de oportunidades que nos queda”

Asambleas, clases abiertas, paros y movilizaciones nutrieron una amplia y transversal expresión de descontento popular por lo que está pasando en el ámbito científico y universitario, porque, en un país con años sucesivos de pérdida del valor adquisitivo de los salarios, pauperización social creciente e índices de pobreza históricos, el acceso gratuito a la educación superior es casi el único salvoconducto para la igualación de oportunidades que nos queda. 

Las dos inmensas marchas universitarias que tuvieron lugar este año fueron la foto de una Argentina que está cada vez más en riesgo de extinción. Esa Argentina donde los hijos e hijas de obreros pueden seguir soñando con romper situaciones de exclusión e injusticia que padecieron sus familias, a puro esfuerzo, a pura dedicación… a puro estudio. De hecho, es muy contradictorio que los defensores acérrimos de la meritocracia atenten contra la sustentabilidad de la universidad pública, prácticamente la única institución que permite sortear las desventajas de origen con el mérito personal, ese que ilustran las noches en vela preparando los exámenes, la disciplina en el estudio, las batallas ganadas contra el cansancio que libran los que, además de aprender, deben laburar para pagarse los apuntes.  


Y vale la pena aclararlo, sobre todo porque parece que ahora las prácticas democráticas quieren ser revestidas de sospecha golpistas: así como es legal que el presidente vete una ley votada por el Congreso de la Nación con la concurrencia de diversas fuerzas políticas, es también legal salir a las calles y manifestar el descontento por las acciones del gobierno.

Lamentablemente todo indica que, en cada nuevo embate de la gestión Milei, se profundizará la desacreditación de la participación ciudadana, la represión de la movilización popular, la criminalización de la protesta y la persecución de las voces opositoras, pero nos queda la esperanza que alimenta nuestra propia historia nacional.

“Defender la democracia en las calles es, de hecho, más democrático que el legal poder presidencial de veto”

Fue en 1918 cuando un grupo de jóvenes comenzó a denunciar los atropellos de un sistema universitario para pocos, que estaba en función de intereses ajenos a los problemas de su pueblo, para dar lugar a la Reforma Universitaria más importante de toda América Latina. Fueron los centros de estudiantes, unidos con las bases del movimiento obrero, quienes comenzaron a ponerle los límites a la dictadura de Onganía que parecía infranqueable. Fueron las movilizaciones masivas de 1995 y la toma de las universidades en manos de los estudiantes las que impidieron el arancelamiento inminente durante el menemismo. Fueron las marchas federales universitarias bajo la lluvia que en 2018 le torcieron el brazo al gobierno de Mauricio Macri.


No quedará otra, entonces, que defender el derecho democrático a expresarnos, a criticar a los gobiernos que las mayorías votan y a que exista un sistema universitario público como, quizás, último reducto para torcerle el brazo a un destino que se nos impone como injusto. Defender la democracia en las calles es, de hecho, más democrático que el legal poder presidencial de veto.