Sonkoy, asalto al palacio municipal IV

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CUARTA PARTE

La sorpresa

X. Fase Uno

Para el martes 12 de marzo estaba anunciadolluvias, pero amaneció despejado. Aquella mañanael pasto de la placita parecía más parejo queotras veces: los lamparones de tierra pelada quese formaban en cada una de las dos áreas, frentea los arcos, se veían tan simétricos que aparentaban estar pintados o recortados a medida.

Eran las 7 de la mañana, y a esa hora sólo andaban por ahí unos pocos perros callejeros desgarbados oliéndose los traseros. La brisa matinalrecorría el lugar y en aquella zona urbanizada aúnpodía escucharse el suave roce de las hojas en lascopas de los árboles y el canto de unos pocosgorriones. Allí era la cita para todos los vecinos.

Habían acordado concentrar temprano para llegara la municipalidad antes de las 8. Hasta esa hora,en el edificio Municipal sólo habría un hombre enla portería y algún que otro empleado que hubieradecidido madrugar.

La movilización del barrio Sonkoy estaba organizadaen tres grupos principales: la comparsa de Culebra,la banda del Flaco, y el resto de los vecinos, referenciados algunos en el viejo López y otros en Marta.

Esta vez la comparsa no marcharía con los instrumentos: el Pela ya tenía cargados los bombos, zurdos y redoblantes en su remís. Algunos sobresalíanpor las ventanillas abiertas de las puertas de atrásy otros desbordaban el baúl. El auto parecía no soportar un gramo más de peso, pero estaba acostumbrado a la sobrecarga murguera y no se quejaba.

Elgrupo del Flaco reunía a unas cincuenta personas,la mayoría muchachos, y un carro tirado por un caballo. El animal aprovechaba la espera para arrancar de un bocado los yuyos crecidos de la canchita,en la parte de atrás de uno de los arcos. Despuésestaban Marta, el viejo López y Ofelia, con el grupomás numeroso de otras cien personas.Entre la comparsa de Culebra y la banda del Flacono hay nada en común, más allá de la geografía quelos contiene: las calles y esquinas de El Sonkoy o,como en este caso, la placita. Por todo lo demás, losdos grupos manejan códigos y aspiraciones bien distintas. A la comparsa la integran los hijos de las primeras familias del barrio. Allí son más las pibas quelos muchachos, y completan el grupo un par de cuarentones como Culebra que habían empezado haceya quince años con los primeros sones carnavaleros.

La otra banda se nutre de los marginales de la parte baja, una tropa desalineada, desprolija, pero que mantiene un particular sentido de la disciplina ,invisible e incomprensible para quien no forma parte del grupo. Esa lógica interna garantiza que nadie se muestre indiferente ante las órdenes del Flaco que, conocedor del asunto, los conduce a su modo.

Después de la asamblea general se habían definidolas tareas centrales: el viejo López sería el responsable de hablar con la policía; Ofelia llevaría algode plata de la Sociedad de Fomento para disponerante algún imprevisto; el Pela tendría a mano elnúmero del celular del abogado por si las cosas secomplicaban. Los otros roles que debían quedarbien establecidos, sobre los que no debía quedarmargen para dudas, eran los de Culebra y el Flaco:sus respectivos grupos harían de avanzada al momento de garantizar la ocupación por sorpresa deledificio, pero sin mezclarse entre sí. La gente delFlaco debía despejar el edificio por dentro, y Culebra con los jóvenes de la comparsa garantizarían laentrada, como bisagra entre el grupo que ingresaría y el grueso de la movilización que se quedaríadel lado de afuera, sin entrar.

¿Está lista tu gente? Ojo con el faso y el alcohol, hoy no, eh…—, inquirió López en voz baja alFlaco, en tono casi paternal, mientras lo tomabadel brazo apartándolo con suavidad a un lado, paraque nadie más escuche.

Tranquilo viejo, son las 7 y media de la mañana, si no puedo garantizar que no se escabien aesta hora me tengo que dedicar a otra cosa—, contestó el Flaco sonriente, confiado de su tropa. Detodas formas, tomó en cuenta la advertencia y pidióa Rolo, a quien había elegido como su lugartenientepara la ocasión, que juntara a toda la banda: noestaría de más un último repaso de las directivas.

Para esa hora el sol ya asomaba por sobre los techos de las casas del barrio, y todos estaban preparados, según lo previsto. El calor aún no se hacíasentir, por eso todavía circulaban algunos matestempraneros. Minutos más tarde deberían marcharunas quince cuadras hasta el edificio municipal,primero por una calle aledaña a la placita y después por la avenida.

La partida fue serena, silenciosa. Apenas se escuchaban los murmullos mínimos de la organización.Se pusieron en marcha con timidez, como en cámara lenta. La hora temprana de una suave mañanade verano y la ausencia de los bombos, pero tambiénde pancartas para no despertar sospechas, daba alasunto un aspecto de procesión religiosa más quede movilización de protesta. Concentrados, expectantes, avanzaron sin llamar la atención.

A una cuadra de la Municipalidad, hasta los susurros mínimos empezaron a perderse en la espesurade un completo silencio. A media cuadra, el paso delconjunto se aligeró. La banda del Flaco y los de lacomparsa aceleraron la marcha aún más para adelantarse. Ya sobre el municipio, ante el momentoconcreto de irrumpir en el edificio, la calma desapareció de golpe y todo se convirtió en nervios y movimientos rápidos. Eran apenas pasadas las 8.

Sortear la entrada fue sencillo. El hombre de laportería, asustado, se echó a un lado y dejó hacer.Los muchachos del Flaco se movían, por momentos,con la precisión de un grupo que parecía entrenadoen técnicas de guerrilla urbana, y por momentoscon la desfachatez de una barra brava futboleraentrando a la tribuna local.

Se dirigieron directo al primer piso para empezar aevacuar a las pocas personas que hubiera. Allí latarea fue más complicada de lo que habían previsto. Recorrieron las escaleras y el pasillo mientrashacían detonar petardos a su paso, para atemorizar a quienes anduvieran por ahí. De los pocosempleados que encontraron en el camino, algunos,aterrados por las explosiones y por la irrupción delos muchachos, se tiraban al piso o levantaban lasmanos con expresión de pánico, como si se tratarade un asalto comando. Pero la intención del Flacoera que salieran, no que se paralizaran complican-do aún más las cosas.

La situación más difícil se dio en la oficina de laSecretaría de Obras Públicas: allí se encerraroncon llave dos empleadas. Pensaron que sería mejorpermanecer en ese lugar, atemorizadas al pensar,ellas también, que todo aquel lío se trataba de unasalto. Sea como fuere, si la toma del edificio estaba planificada para permanecer por largo tiempo,esas mujeres debían ser sacadas de allí.

Salgan, está todo bien acá, es una toma pacífica del edificio, nadie les va a hacer nada—, dijo elFlaco, componedor, con su cara pegada a la puerta

¡Escuchamos disparos!—, respondió una voz alterada desde adentro de la oficina.

Ustedes hagan lo que tengan que hacer, nosotras nos quedamos acá, no vamos a molestarlos—, agregó la segunda voz.

No son disparos, chicas, son petardos, afuerahay una movilización, somos gente de los barriosque vinimos a hacer un poco de quilombo para quenos atiendan, nada más. No les va a pasar nada,pero tienen que salir—. Los argumentos del Flacoencontraban oídos sordos en las empleadas aterrorizadas que sólo hallaban seguridad en las llavesque habían echado a la cerradura.

El Flaco se volvió y consultó a su compinche Rolo:

—¿Qué hacemos con éstas? Tienen que salir o salir…

—Y, ¿no podemos tirar la puerta abajo, no?

No, boludo, la cosa es sin romper nada y sin violencia, si no Marta y los demás nos van a cagar a pedos —dijo el Flaco, y pensó unos segundos. —Ya sé, dame la mochila—, ordenó.

Rolo llevaba en su espalda una mochila con petardos, bengalas y herramientas. El Flaco abrió unbolsillo lateral y extrajo una pastilla de unos trescentímetros de diámetro envuelta en papel celofán.

—Chicas, escuchen, nosotros podríamos patear lapuerta y sacarlas de los pelos, pero tenemos ordende no romper nada ni lastimar a nadie, así quevamos a hacer lo siguiente. ¿Me escuchan?

Las mujeres no respondieron. Más enfadado, perosin perder la calma, el Flaco retomó la explicación.

—Acá tengo una pastilla de gamexane. Si no salenahora y se van tranquilitas, no me queda otra quetirar la pastilla ésta. ¿Saben qué pasa si prendo estapastilla y la tiro ahí dentro? El olor a podrido quelarga esta porquería las va a hacer salir como sea,¿entienden? Entonces, una vez más, salgan, vamos,acá nadie va a hacer nada que las perjudique.

El grupo de diez personas que permanecía juntoal Flaco, frente a la puerta de la oficina, acompañó sus palabras con un silencio que resaltaba suautoridad. Hasta que, en el otro extremo del primer piso, la explosión de otro petardo volvió a escucharse.

¡Ah! ¡No disparen, no disparen!—, chilló la mismavoz femenina de la primera vez, desde dentro de laoficina. —Llévense lo que quieran, en esta oficinano hay nada, ¡déjennos acá, por favor! ¡No vamosa salir!—, volvió a gritar, entre sollozos agitados, lamisma voz.

¿Quién fue el pelotudo del petardo, che? Cortenláboludos, ya está con eso —retó el Flaco a su propiagente, que salvo por esta detonación inapropiada,se comportaban según lo acordado. Después, volvió a dirigirse a Rolo:

—No hay caso, dame el encendedor.

Y les dedicó las últimas palabras a las mujeres encerradas:

Bueno chicas, por las malas entonces. Tenganla llave a mano. Ahora voy a asomar la pastilla degamexane por debajo de la puerta, y la voy a prender desde acá con el encendedor. El humo va a empezar a salir ahí dentro, así que enseguida abrany salgan, no les queda otra. ¡Ahí va!…—. Dicho yhecho: el Flaco se agachó, empujó la pastilla degamexane como había anunciado y la encendió. Elhumo amarillento de fuerte olor a azufre comenzóinvadir la oficina.

Desde adentro salían nuevos gritos, y en pocos segundos las llaves se oyeron golpeteando en la cerradura. La puerta se abrió y las mujeres, sin pararde toser y con los ojos irritados, desesperadas, corrieron por el pasillo hacia el ascensor, y de allí ala calle.

Recién ahora el edificio quedaba bajo total controldel Flaco y su gente.Por su teléfono celular, el Flaco se comunicó conLópez:

—Las dos locas que bajan histéricas son las últimas, viejo, todo despejado.

—Okay Flaquito, okay.

Abajo, enterada de la novedad, Marta llamó al Pelapara indicarle los pasos a seguir. Hablaron animadamente a la vista de Culebra, que no les quitó elojo de encima. El murguero, inquieto por sus celos-ahora era él-, se moría de ganas de acercarse aparar la oreja para averiguar de qué venía la cosa,pero su obligación se lo impedía: debía mantenersefirme en su puesto a la entrada del edificio. Consciente de la situación, el amigo de Culebra sobreactuó su simpatía con la mujer. Ella en cambio fuecuidadosa: sin ser descortés, se limitó a transmitirle lo que tenía que hacer. El Pela debía tomar unbolso grande que había quedado junto a los instrumentos en el baúl de su remís yllevarlo sin demoraal primer piso. Bolso en mano, intentó atravesar elportón de acceso a paso redoblado para esquivar asu amigo, pero Culebra lo tomó del brazo y lo sacudió. “Ahora no, hablemos esta noche en casa” dijoel remisero con la voz quebrada, y alcanzó para quela histeria entre ellos quedara para después.

Una vez adentro el Pela no quiso esperar el ascensor. Subió las escaleras a los saltos, de a dos escalones, y se dirigió presuroso al final del pasillodonde estaba el Flaco. Juntos recorrieron las oficinas. Buscaban dos ventanas que dieran al frentedel edificio. Tenían que estar separadas, además,unos siete metros una de la otra. Recién entonces el Pela abrió el bolso y sacó con cuidado unaenorme tela doblada con prolijidad. Una banderablanca, hecha con varias sábanas cocidas, pintadaa mano con esmeradas letras negras.

Con la ayudade los demás la extendieron de una ventana a otra. Quedó desplegada por fuera del edificio. Ya podíaleerse:

Municipalidad Tomada

Impuestazos No

Queremos vivir Con Dignidad

En la calle tronaron los primeros gritos de algarabía, y los bombos de la comparsa, que marcabanun ritmo de batucada, comenzaron a sonar confuerza. Para coronar la presentación, el Flaco tomóalgunas bengalas rojas, azules y blancas de la mochila y se las repartió con el Pela. Se ubicaron unoen cada ventana, las encendieron y agitaron haciaafuera. Las columnas de humo multicolor que seelevaban y diluían en el cielo completaron un cuadro impresionista para quien mirara desde afuerael sobrio edificio municipal, ahora controlado porlos vecinos organizados, con una bandera que cubría su frente y el humo de colores como si anunciara algún tipo de celebración pagana. Abajo, enla calle, las pibas sacaron a relucir el estandarteque identifica a la comparsa por su nombre, Lavida es bella.

En medio de la algarabía, Marta se tomó un instante para sí. Se sentía halagada por el interés de losdos hombres que minutos antes habían discutidopor ella. Buscó a Culebra en la puerta del edificio,y se topó con su mirada. Elevó la vista a la ventanadel primer piso, y ahí estaba el Pela también observándola. Sonrió sin querer, se sonrojó y se metió enmedio del bullicio para disimular.

Las palmas se sumaron a los bombos que acompañaban el ritmo de los cantitos de otras marchas deprotesta. Esta vez, adaptaron la consigna para laocasión: “¡A ver a ver / quién dirige la batuta / elpueblo unido / o los Mesa hijos de puta!”.

Eran las 8 y media, y el edificio municipal estababajo control del pueblo.Recién entonces, el Flaco volvió a tomar su celular, y marcó otro número que tenía agendado: el deSaldívar.

XI. Fase Dos

Fase Uno cumplida, pasamos a la Fase Dos —fuela escueta afirmación que el Flaco transmitió a Saldívar en su llamado telefónico apenas quedó garantizada la toma del edificio.

—Bien, Flaquito, bien, ahí te lo mando a Lázaro entonces.

—¿Y vos, Saldívar? ¿No quedamos en que ibas avenir vos?

Yo me quedo en la oficina cubriéndoles las espaldas, haciendo unos llamados, Flaco. ¿O por qué tepensás que afuera con la cana viene todo bien? —arriesgó Saldívar—. —No te preocupés Flaquito, voslaburá con Lázaro, él te va a llamar cuando esté abajopara que lo hagas subir.

Para Saldívar las cosas marchaban según lo planificado. Todo venía bien, hasta el momento.La policía llegó a los alrededores del edificio municipal a partir de las 8:45, quince minutos despuésde que la toma ya estaba resuelta. En la esquina seamontonaron tres patrulleros y, como un autómata,hacia allí fue el viejo López dejándose llevar por esafuerza interior, irrefrenable, que lo induce a acercarse allí donde se hace presente la autoridad.

—Por ahora no vamos a actuar si no recibimos órdenes, esto es un problema político—, dijo el comisariodespués de intercambiar con el viejo un saludo formal.

—Comprendido, comisario, comprendido. Usted meconoce, yo tengo que estar acá porque soy el presidente de la Sociedad de Fomento, ¿sabe? De todosmodos esto es algo de los vecinos, porque los estánjodiendo, como también los están jodiendo a ustedes,¿no?—, arriesgó el viejo.

El jefe policial frunció apenas el ceño, lo miró condesconcierto.

—Bueno, mire, el tema es así. Hasta que no recibaórdenes, yo no hago nada. Apenas reciba órdenes leaviso. En ese momento les va a convenir desalojarpor iniciativa de ustedes, antes de que tenga que proceder. López insistió:

—Pero comisario, seguro que en estos días ustedhabló con Saldívar, ¿no es cierto? Nosotros sabemosque los policías patrióticos como ustedes…

El comisario, incómodo y sin comprender del todo, locortó en seco.

—¿Qué Saldívar? Mire López, acá no hay Saldívarque valga. Por ahora están con suerte porque meganaron de mano y a las 8 había poco personal enla comisaría, pero como le dije, esto ya está informado al jefe de la fuerza, y me imagino que al ministro.

Cuando me digan, yo procedo. Le notificó a usted yprocedo. Usted sabe que esto que hacen no es legal.

El viejo López volvió desde la esquina desilusionadoy preocupado. Si bien las cosas parecían estar bien,las palabras del comisario encendían una primeraluz de alarma. Quedaba claro que Saldívar no habíaarreglado nada con la policía, y que les habíamentido con eso de que garantizaría la inacción de losuniformados.

Cerca de las 10 de la mañana los bombos seguíansonando, aunque con menos fuerza. A esa hora ya sehabían acercado periodistas de medios zonales y eldueño del periódico Voces de Independencia para cubrir la noticia, que empezaba a escucharse tambiénen algunas radios de alcance nacional. Un improvisado toldo cobijaba a un grupo de vecinos sentados enel cordón de la vereda. Habían convertido sus matesen tererés cebados con el agua helada de unas botellas plásticas, preparadas el día anterior en el freezergrande de la Sociedad de Fomento.

Mientras tanto, en medio de los policías y periodistas, aparecieron en el lugar dos tipos de traje. Unode ellos, Alberto Jiménez, era el principal operadorpolítico de los Mesa. El otro, petiso, parco, de lentesoscuros, se limitaba a acompañarlo de acá para allá.

Después de recorrer a prudente distancia la manifestación, eligieron mantenerse alejados en la esquina,junto al grupo policial que dirigía el comisario.

—Estoy en la esquina, Flaco, ¿cómo hago para entrar?—. Lázaro tomaba por fin contacto para poneren marcha la Fase Dos.

—Esperá que bajo y subís conmigo—, respondió elFlaco. Eligió a uno de los muchachos de su banda, decontextura física similar a la de Lázaro, y se lo llevócon él. De camino a la escalera manoteó un gorro detela de la cabeza de otro de los pibes, similar a lossombreros playeros que tienen un ala todo alrededor.

Era un gorro de Los Mártires de Independencia, elclub de fútbol local, que el Flaco calzó sin delicadezaen la cabeza de su acompañante, volcado al frente, demanera que le cubriera gran parte del rostro.

—Vamos al quiosco, Culebra, ahora volvemos. Mellevo a éste para no ir solo, por seguridad—, explicó el Flaco al responsable de custodiar las entradasy salidas del edificio. Al doblar la esquina pasaronpor donde estaba Lázaro, y bastó una leve seña delFlaco para que éste los siguiera. Fueron hasta el bara media cuadra de allí. Entraron. El Flaco se acercóa la cajera, frunció el ceño, puso su cara a escasoscentímetros de la de ella, y con agresividad dijo: “necesitamos las llaves del baño”. Con el susto suficientecomo para no preguntar, la chica le dio las llaves, ylos tres se dirigieron al baño diminuto del bar.

—Dale Lázaro, sacate la camisa careta esa, los lompas y los zapatos, te vas a poner la ropa de éste.

—Pero Flaco, es una buena camisa, che, y los timbossalen guita, ¿qué vas a hacer?

No seas boludo, Lázaro, ¿querés que hagamos lajoda esta o no querés? Sacate la camisa entonces,dale. Escuchame vos —agregó, dirigiéndose al otro.

—Dale tu ropa, te vas a poner la pilcha de él y terajás, me oíste? Nos vemos en el barrio cuando termine este quilombo. Guardá la pilcha y los zapatosridículos esos que después se los devolvemos a estemaricón.

Vestido con la ropa del otro y con el gorro de LosMártires de Independencia cubriéndole media cara,Lázaro salió del bar irreconocible. Junto al Flaco retornaron al edificio. Pasaron por el control de Culebra sin levantar sospecha.

Ya en el primer piso, el Flaco despejó la sala de espera que precede al despacho del intendente. Mandóa todos a cubrir la escalera, en la otra punta del pasillo. Sólo quedaron Rolo con la mochila, Lázaro yél. Y la caja fuerte ahí plantada, en el rincón de lahabitación.

—¿Cómo hacemos?—, preguntó Lázaro.

El Flaco redirigió la pregunta a Rolo con la mirada.

—Las patas están amuradas cada una con un tirafondo de tres cuartos, de cabeza hexagonal—, explicó Rolo.

¿Entonces?—, apuró Lázaro.

—Y, entonces vamos a usar la llave francesa, o mejorla Stilson, que hace más fuerza. Porque parece queestá oxidado eso—, volvió a explicar el compinche delFlaco, mientras revolvía en la mochila. Sacó una llavede mango rojo, de esas que usan los plomeros. Aprovechando que, de los tres, él era quien sabía, Rolo seanimó a dar una orden:

—Yo hago fuerza abajo, ustedes zarandeen de arriba,a ver si afloja.

Y así hicieron. Rolo se agachó para hacer fuerza conla llave de plomero en la cabeza del tornillo de unade las patas, mientras el Flaco y Lázaro debían balancear la caja fuerte con la intención de generaralgún movimiento que indicara que las patas afloja-ban. Aunque Lázaro puso voluntad, toda la fuerza lapuso el Flaco, que volcó su cuerpote contra el ladoizquierdo del armatoste. Aún así, ni se movía por lossacudones, ni se aflojaban las patas por la fuerza dela llave Stilson.

¿Y, qué pasa Rolo?Mirá que esto sale o sale, ¡eh!—,casi amenazó el Flaco.

Pasa que sólo con esta llave nos quedamos cortos,falta fuerza, ni que probés vos va a aflojar esto… Necesitamos un caño de este diámetro más o menos — e hizo con su mano derecha la forma que había aprendido con Carlitos Balá cuando les enseñaba a losniños, por televisión, “un gestito de idea”— con un caño así, lo ponemos como prolongación del mangode la Stilson y nos queda más largo de palanca, asíla fuerza sobre la cabeza del tornillo se multiplica,¿entienden?—“Un caño así” —repitió el Flaco las palabras y el gesto— vos te pensás que estamos en una ferretería,que pedís un caño y te doy un caño… ¡Un cañazo enla nuca te voy a dar si no sacamos esta cosa de acápelotudo!—, dijo el Flaco, un poco en broma y otropoco poniéndose serio.

Fue Lázaro, el más impaciente, quien aportó lasolución:

—Fijate Flaco, estas sillas de esta oficina tienen laspatas de caño hueco. Quebramos una y puede servir,¿no te parece, Rolo?

Sí, puede servir, puede servir—, confirmó el muchacho. El Flaco no demoró en dar dos pesados pasoshasta donde estaba Lázaro con la silla. La tomó pordos de las patas, abrió sus brazos lo suficiente comopara que una de las patas hiciera crack.

—Acá tenés tu caño, dale ahora.

Los tres volvieron a sus posiciones. El Flaco se acomodó para empujar fuerte desde un costado; Lázarosimuló hacer fuerza desde el otro; y Rolo, en el piso,con la llave de plomero calzada en la cabeza tornillo yel caño de la silla rota como prolongación, logró unapalanca mayor.

Ese primer tornillo aflojó, y los empujones del Flacolograron que la mole de hierro consiguiera cierto movimiento. El segundo tornillo, más oxidado que el primero, se cortó a la altura de la cabeza por la fuerza dela torsión; esa variable también servía. Los otros dostornillos salieron con más facilidad en la medida enque los empujones del Flaco agrandaban el bailoteodel mueble de hierro.

Eran las 11 y media de la mañana, y la Fase Dosdel plan estaba cumplida.Satisfecho por haber realizado bien su tarea y viendoque el Flaco sonreía porque la caja fuerte ya se habíasoltado del piso, Rolo aprovechó para verbalizar sudesconfianza en todo este asunto.

—Cuchame Flaco, ¿tanto quilombo para vender comofierro viejo el coso este?

—Dale pelotudo, no preguntés boludeces, guardá las herramientas en la mochila, querés.

Lázaro entendió enseguida. Esperó que Rolo no loviera para cruzar una mirada cómplice con el Flaco.De todo el asunto, Rolo sabía casi nada: que si colaboraba y mantenía la boca cerrada tendría lo suyo. Pero¿cuál era la recompensa? ¿Cuánto? Una vez cumplidoel objetivo, Saldívar y Lázaro se harían con los 900mil dólares; al Flaco le habían dicho que cobrarían100 mil pesos por recuperar unos papeles comprometedores que había ahí, y que para él destinarían 30mil; a Rolo le debía pagar el Flaco, y para eso habíainventado la historia de que esa caja fuerte se podíavender como en diez mil pesos, y que de esa platados mil le tocarían a él. Los engaños escalonadoshabían devaluado la retribución hasta el absurdo.

Abajo, como vocera de los vecinos, Marta desparramaba sus palabras convencidas ante quien quisieraescucharla. Se mostraba locuaz ante los periodistasy también ante el funcionario que aún se amparabaen el cordón policial.

—Llegamos a esta medida de fuerza porque nos quieren sacar nuestras viviendas, porque con el impuestazo de los Mesa quieren privatizar nuestra tierra,nuestro barrio, quieren las tierras para sus negociados, por eso estamos acá.

—¿Y en concreto qué piden, señora?—, preguntó unachica joven que portaba un grabador de periodista.

—Pedimos que nos atienda Franco Mesa en persona, no queremos hablar con sus funcionarios, quenos atienda él. Podemos organizar una reunión en laSociedad de Fomento y que venga, porque queremosescuchar que se compromete a dar marcha atrás conel impuestazo y que nadie va a tocar las viviendas detoda la gente humilde que nosotros representamos.

Una vez que tengamos garantizado eso, le devolvemos la Municipalidad.

La mayoría festejó con alborozo las palabras firmesde Marta. Los bombos volvieron a resonar con másfuerza, y la alegría por la lucha bien llevada se extendió de rostro en rostro.

En el primer piso, el Flaco mandó a Rolo al otro extremo del pasillo, con el resto de la banda. Sólo él yLázaro quedaron junto a la caja fuerte desmontada.Descansaron sentados en el piso, con las espaldascontra una de las paredes, antes de hacer el nuevollamado a Saldívar. Sólo faltaba seguir aprovechandola situación propicia generada por la lucha popularpara sacar el mueble de hierro del edificio y culminarcon éxito la operación. Eso sería lo más difícil. LaFase Tres.

XII. Fase Tres

Después del mediodía, el panorama en la Municipalidad de Independencia ya no era tan alentador paralos vecinos movilizados. La policía había recibido lasórdenes esperadas. “En media hora procedo” habíadicho, tajante, el comisario. Por su parte, los Mesatambién habían superado la sorpresa inicial y yatenían una estrategia para contraponer al barrio ycomplementar la amenaza policial. Jiménez, el funcionario que desde temprano andaba por ahí, ya sehabía acercado a los vecinos seguido por el otro hombre de traje que no se le despegaba. Pidió atenciónpara decir:

—El señor intendente no tiene problemas en dialogar con ustedes, y en firmar un acta que garanticela tranquilidad que reclaman. Tampoco tiene proble-más en hacer la reunión en la Sociedad de Fomento,como proponen. Pero para que todo sea como corresponde, vamos a ponernos de acuerdo en dos cosas:por un lado, nosotros dos vamos a entrar al edificioantes que la gente de ustedes salga, para hacer unasupervisión y registrar posibles daños que se hubieran hecho en el interior. Y después, nos ponemos deacuerdo: primero desocupan el edificio y recién entonces dialogan con el intendente.

Disculpe que le diga, señor —tomó la palabra Marta—. Pero acá ustedes no están en situación deponer condiciones. Por la revisión del lugar, quédese tranquilo que somos toda gente de trabajo, acánadie vino a romper nada. Y por la reunión despuésde levantar la toma, yo sé que ustedes recién llegana la política, pero nosotros no, hace rato que aprendimos las trampas de los políticos, y sabemos que sialguna posibilidad hay de que se cumplan nuestros reclamos, es gracias a la toma de la Municipalidad, esa es nuestra posición de fuerza y lavamos a hacer respetar.

Un aplauso cerrado y un repiquetear acelerado debombos y redoblantes coronaron las palabras certeras de Marta. Esa era la respuesta que mejor representaba al grupo vecinal.

Aunasí Jiménez, sin contradecirla, demostró que noera un recién llegado a la política como había dichoMarta, o en todo caso, que había aprendido rápido.Esperó que se acallasen los murmullos de algarabía,y respondió:

—A ver señores, hagamos así: yo les hice esa propuesta, además ahora le voy a decir al comisario queno tome ninguna decisión apresurada de reprimir ninada por el estilo, ya que estamos manteniendo estediálogo. Ustedes tómense media hora, el tiempo que necesiten, y después de meditarlo, me dicen. Entonces, me retiro para que puedan conversar.

Con esas palabras el funcionario había forzado algrupo vecinal a bajar la euforia generada por las palabras de barricada, y a debatir, con más o menosconvicción, sobre la propuesta hecha.

Arriba, en el primer piso, el Flaco había visto la secuencia desde la ventana de una de las oficinas. Sevolvió para hablar con Lázaro.

—¿Escuchaste? El forro ese quiere hacer un inventario antes que desalojemos el edificio. ¡Estamos jodidos!

—Bueno, pensemos, ya tenemos dos de tres, falta laúltima fase, no se nos puede escapar, Flaquito, éstano se nos puede escapar.

XIII. Escapar

—Si nos ponemos a pensar ahora la cagamos, Lázaro, mejor resolvamos esto de una vez…

El Flaco volvía a mostrarse ágil para las decisionesen momentos difíciles. Sin vacilar ordenó a Rolo quevolviera para ayudarlos a empujar la caja fuerte.Mandó a la planta baja a los demás “para reforzarla seguridad en la entrada del edificio”, según lesdijo.

En pocos minutos estaban Rolo, Lázaro y elFlaco llevando el armatoste hasta el ascensor, comosi se tratara de una heladera de mil kilos. Dejaríanla caja fuerte ahí dentro hasta resolver cómo la sacarían del edificio.

Mientras tanto, afuera, la estrategia de Jiménezhabía dado resultado. Las palabras de Marta habíansido firmes, pero alcanzó con que una sola voz dentrodel grupo vecinal propusiera aceptar la negociación,para que otros se empezaran a mostrar más reflexivos. En pocos minutos la mayoría ya opinaba queestaría bien sentarse a negociar con el intendente. Sitodo se había resuelto con rapidez y no tenían quequedarse más tiempo como habían planificado, dijeron, era porque la toma de la Municipalidad habíasido efectiva y los resultados se aceleraban. Qué problema podría haber entonces si entraban dos funcionarios a revisar el edificio, como habían solicitado.

El viejo López se separó del grupo para hacer unallamada por celular al Flaco, pero el Flaco en ese momento estaba haciendo una fuerza terrible para terminar de meter la caja fuerte en el ascensor. Cuandopudo ver la llamada perdida, ya era tarde.

El ascensor con la caja fuerte, el Flaco, Rolo y Lázaroadentro llegó a la planta baja al mismo tiempo quelas dos personas del municipio acompañadas por elviejo López entraban por el portón principal. La puerta automática del ascensor se abrió, y aunque Jiménez y el segundo hombre no miraron hacia el interior,

Rolo, el Flaco y Lázaro sí los vieron. El Flaco estiróel brazo como un latigazo para apretar el botón delprimer piso y salir de ahí. Esta vez lo logró. Sin habersido vistos el ascensor volvió a subir.

¿Cómo hacemos, Flaco? Los tipos estos vienen averificar que no falte nada, ¡y nosotros afanándonosuna caja fuerte, boludo!—, Lázaro era quien estabamás nervioso. Tenía motivos: era el único que conocía el contenido real de la caja fuerte y, por lo tanto,su verdadero valor.

El ascensor llegó al primer piso y pocos segundosdespués los pasos por las escaleras indicaban quetambién llegaban Jiménez, el segundo hombre y elviejo López. El Flaco hizo otro movimiento rápidopara presionar el botón que cerraba la puerta, perono apretó el botón de la Planta Baja. Esta vez se quedaron en el primer piso; no era conveniente que elruido de la maquinaria llamara la atención de laspersonas que, hasta ahora, no habían notado los extraños movimientos ahí dentro.

Jiménez, el segundo hombre y López fueron hasta lapunta del pasillo, donde estaba el despacho del intendente. Revisaron la oficina de la Secretaría de ObrasPúblicas, preocupados por el relato de las mujeresque más temprano se habían refugiado allí. A no serpor el olor a azufre que quedaba de las pastillas degamexane, no había nada que llamara la atención.

Ni siquiera los cajones del escritorio parecían habersido revisados. Eso dejó tranquilo a Jiménez y disipólas sospechas de un saqueo o robo de documentación, que era lo que más le preocupaba a los Mesa.Después fueron a la oficina del intendente y en la antesala notaron la ausencia de la antigua caja fuerte.

Acá falta un mueble antiguo de hierro, tal vez lomovieron para bloquear algún paso—, dijo Jiménez, sin darle real importancia a esa ausencia.

—Si era de hierro, seguro que se lo llevaron paravenderlo en alguna chatarrería—, acotó el segundo hombre, menos ingenuo, pero aún sin sospechar la verdad.

Como en la oficina del intendente tampoco faltabanada ni habían revuelto los papeles, los tipos consideraron la falta de la antigua caja fuerte, para ellossólo un mueble decorativo, como un faltante menor. “Veremos si el intendente quiere hacer la denunciasólo por eso”, comentó Jiménez al viejo López, queseguía el recorrido con preocupación.

Las tres personas volvieron por el pasillo hacia lasescaleras para retirarse del lugar. Ya habían cumplido la tarea de revisar todo y el balance, salvo por esemueble viejo de hierro ausente, era positivo. Pero esconder semejante trasto en un ascensor nopodía funcionar. En el momento en que Jiménez, elsegundo hombre y el viejo López se dirigían otra vezhacia las escaleras, el ascensor se activó. El sonidode los motores llamó la atención del acompañante deJiménez, que parecía estar más atento a su propiaseguridad que a la revisión del lugar. No es que losocupantes del ascensor hubieran presionado ningúnbotón esta vez. Lo que sucedió fue que, como pasa entodos los ascensores con botonera electrónica, después de unos minutos sin uso en cualquiera de lospisos vuelven en forma automática a la planta baja.

Desconocedor del mecanismo, ante la puesta enmarcha del ascensor el Flaco, sorprendido, preguntó “¿quién apretó el botón?” y esa pregunta, descuidaday en un tono de voz fuerte, fue lo que escuchó el segundo hombre mientras bajaba las escaleras.

Pasa algo ahí dentro—, dijo, y apenas llegó a laplanta baja se desabotonó el saco y se puso a esperarque la puerta se abriera.

Adentro del ascensor todo era nerviosismo. Descendían, y sabían que la llegada a la planta baja coincidiría con la llegada de las tres personas que iban porla escalera. La puerta se abriría sola y ahí los verían,a los tres con la caja fuerte. No había escapatoria.

Si la situación del Flaco y de Rolo era complicada,la de Lázaro lo era aún más: el secretario privado deun ex intendente sería detenido dentro del edificiomunicipal en una confusa situación de robo. Algodebían hacer.

Entonces el Flaco le arrebató la mochila a Rolo y seapresuró a encender una bengala roja justo en elmomento en que la puerta se empezaba a abrir. Laidea era buena: el humo generaría confusión y ellospodrían volver a cerrar la puerta sin ser vistos, ycon suerte volver al primer piso y huir antes de quelos funcionarios llegaran en su búsqueda. Pero algosalió mal. La puerta se abrió en la planta baja y Lázaro, desesperado por querer hacer cualquier cosa,metió la mano en la mochila. Buscó también él unabengala, pero en el apuro no notó la diferencia y loque sacó fue un petardo, de los grandes. Fue eso loque encendió segundos antes de que la puerta seabriera, y cuando notó que lo que tenía entre manosno era una bengala, ya era tarde. La puerta se abrió,y Lázaro arrojó el petardo hacia donde estaban laspersonas. El humo rojo de la bengala que había encendido el Flaco lograba dificultar la visión, mientras el petardo iba a estallar a escasos milímetrosdel cuerpo del acompañante de Jiménez. Un chispazo, una seca explosión.

El viejo López, que presenciaba la situación un pocomás allá, no pudo creer lo que vio entonces. A Jiménez, que conocía la verdadera identidad del hombre que lo acompañaba, la situación en cambio losorprendió menos. El segundo hombre —después sesabría que se trataba del ex suboficial Leiva, policíaexonerado de la bonaerense y actual jefe de seguridad personal del intendente Mesa— extrajo de lafunda del lado izquierdo de su sobaquera, debajo delsaco, una Bersa semiautomática. Apuntó hacia elinterior del ascensor, movió el seguro con el mismopulgar con el que ajustó hacia atrás el percutor y gatilló dos veces. Su instinto y su oficio provocaron que hiciera blanco preciso en Lázaro, que era quien habíalanzado el petardo que lo puso en guardia. Una de lasdos balas dio en su cuello.

Sin aire, aprisionado entre la caja fuerte y la paredlateral del ascensor, el cuerpo de Lázaro se debilitó hasta quedar exánime, en una forzada posiciónvertical. Su cabeza se inclinó con suavidad, hastaquedar recostada sobre la fría superficie del mueble de hierro. El orificio de la bala entrante marcóun punto oscuro que pronto se volvió rojo intenso,de exactos 9 milímetros del plomo que lo perforó. Elproyectil se incrustó en la “apófisis transversa de lasegunda vértebra cervical” (según estableció despuésla autopsia), del que emanó apenas un delgado hilode sangre. No decía la autopsia, en cambio, si sumuerte fue instantánea o si Lázaro pudo haber sidoconsciente, durante esos últimos segundos, de quesu codicia por lo que había dentro de esa caja fuerteque ahora lo sostenía inanimado, falsamente en pie,le había costado la vida. No decía esa fría ficha de lamorgue judicial si Lázaro pudo haber tenido ese último instante de lucidez para saber que lo que lo habíapuesto ahí, en ese ascensor que lo aprisionó y lo dejóindefenso e inmóvil ante un disparo absurdo, fue sumiserable ambición, sí, pero también su sometimiento a la forma en que Saldívar había dispuesto que sehicieran las cosas, desde aquel desgraciado momentoen que el jefe lo contradijo y se negó a hacer públicala denuncia para negociarla con los Mesa, hasta esteúltimo segundo agónico, final.

Aún después de los disparos, el Flaco siguió actuando por la inmediatez de los reflejos, sin pensar. Amparado en la humareda rojiza apretó el botón del primer piso, la puerta se cerró y el ascensor, una vezmás, subió. No tomaba conciencia aún de que aquellas dos detonaciones finales habían sido disparos dearma de fuego. Conocía de sobra el impacto seco yfuerte de una 9, como la que había usado el ex policíacustodio de Jiménez, como las reglamentarias de labonaerense que había escuchado en más de un tiroteo. Pero la situación no lo dejaba pensar, no podíarazonar y nada lo llevaba a intuir que aquello podríanhaber sido disparos: ¿quién carajos iba a dispararle aellos, a él, en ese ascensor?

Éstos se nos van a venir encima… Ahora rapiditosalimos de acá, ustedes me siguen, nos escabullimosun rato por ahí y después vemos—, dijo el Flaco, di-rigiéndose a su amigo Rolo y a lo que a esa altura yaera el cadáver de Lázaro.Abajo, el enojo de Jiménez con su custodio impidióuna situación de descontrol que podría haber sidoaún peor. El ex policía se aprestaba a subir para daralcance a quienes huían, pero el funcionario lo detuvo.

—¡Qué hacés Leiva! ¡Guardá eso querés! ¡Vení paraacá!—. Tuvo que sostenerlo del brazo para que no seabalanzara por las escaleras. —¿Cómo vas a disparar así?, si no se veía nada, a ver si matás a alguien,¡estás loco vos!

El custodio recompuso su actitud, se acomodó elsaco y por fin guardó el arma.

—Dejá que se vayan, no vamos a perseguir a nadie Leiva, si ya vimos que no falta nada de importancia,¡no me armés más quilombo del que ya hay, querés!Jiménez estaba fuera de sí, y el ex suboficial le hizocaso. En tanto, el viejo López se mantuvo a mayordistancia, un poco precavido y otro poco asustadopor la situación.

Arriba, el Flaco supo aprovechar el tiempo que Jiménez había decidido darle para escapar. Ahogado porel humo de la bengala salió disparado, y Rolo trasél. Sólo cuando ya estaban lejos de ahí comentó conRolo la ausencia de Lázaro. “Este boludo se quedó, loúnico que falta es que lo agarren y perdamos todospor culpa de él”, se limitó a reflexionar. Pero a esaaltura de las cosas, la única verdadera preocupacióndel Flaco era salir de ese edificio que se había convertido en una ratonera. La ventana de una de lasoficinas daba al estacionamiento de la parte de atrás,y por allí saltaron. En pocos minutos ya estaban avarias cuadras del lugar.

Abajo, Jiménez esperó un tiempo prudencial y llamóal ascensor. Al abrirse la puerta en la planta baja,el humo rojo ya se había disipado por completo y elcuerpo de Lázaro, apenas sostenido al costado delarmatoste de hierro, era ya expresión clara de lo quehabría de ser eternamente: un muerto. Para ese entonces, Culebra había llegado con algunos más. Apesar de la vestimenta que desentonaba con su imagen habitual todos reconocieron a Lázaro, el hombrede confianza de Saldívar, y la preocupación por elasesinato se mezcló con el desconcierto de unos yotros: ¿qué hacía este político allí, en medio de unconflicto barrial, asesinado al intentar llevarse unviejo mueble de hierro en el ascensor?

El aviso de Culebra a los vecinos movilizados, afuera, amplificó el desconcierto. Una asamblea rápidadio por satisfecha la demanda que había originadoel conflicto: se reunirían con el intendente Mesa enla Sociedad de Fomento, y obtendrían la garantíade que se daría marcha atrás con las últimas medidas contrarias al barrio. Por otra parte, sobre lo quehabía pasado ahí adentro, nadie quiso esperar detalles. En minutos no quedaban manifestantes ni en eledificio ni en las calles. El viejo López, Jiménez y sucustodio fueron los únicos que permanecieron en ellugar. Media hora después llegaron la ambulancia ymás patrulleros de la seccional.

El asesinato de Lázaro había tenido un ejecutor, elex suboficial Leiva, y dos testigos: el viejo López yel funcionario Jiménez. Lo que entre ellos acordarandeclarar, entonces, sería “lo que pasó”.

Para los tres, una parte de la verdad no alcanzaba aser develada: el motivo por el cual aquellas personasbuscaban sacar esa vieja mole de hierro del edificio.La otra parte del asunto, en cambio, la conocían, peroa nadie le convenía que saliera a la luz: la forma enque el custodio de los Mesa había disparado contraLázaro. Por lo que, en esta historia de farsantes dela baja política, una vez más, lo único que nunca sesabría sería la verdad.

La conversación del viejo López con el mismísimo intendente Mesa selló el acuerdo que estableció la versión final de los hechos.Los Mesa hicieron valer su influencia política y supoderío económico para disponer de fiscales y periodistas que les respondieran a cambio de dineros yfavores. Sólo debían construir el relato justo y buscar al chivo expiatorio apropiado. A eso se dedicaronlos días posteriores, y cuando Franco Mesa citó alviejo López ya tenía todo resuelto. A partir de las declaraciones falsas de los dos testigos y del asesino,al que hicieron pasar por un testigo más, la justiciaimprimiría un giro radical a la situación: el propioSaldívar terminaría incriminado en el asesinato desu amigo. El periódico zonal difundió la versión in-ventada por los Mesa: que Lázaro Gándara, distanciado de su antiguo jefe político, había empezado afrecuentar los despachos oficiales con la intenciónde sumarse al nuevo equipo de gobierno (y que poreso aquel día se encontraba en la Municipalidad); que, a sabiendas de que Lázaro ventilaría hechos decorrupción de la gestión anterior, Saldívar había decidido borrarlo del mapa. Las declaraciones preparadas de los tres hombres que estuvieron ahí fueroncomplementadas por la aparición de un “arrepentido” que decía haber trabajado con Saldívar y que estaba dispuesto a contarlo “todo”. Según los datosque aportó este nuevo falso testigo aceptado en lacausa bajo identidad reservada, Lázaro había sidoasesinado por un matón a sueldo enviado por Saldívar, que había decidido eliminarlo antes de que suex colaborador consumara la traición.

Pero, ¿acaso nadie había visto al asesino a sueldo?¿Qué hacía la caja fuerte en el ascensor? ¿Por quéLázaro estaba así vestido? La verosimilitud de unahistoria que hacía agua por todos lados, los detalles,las precisiones, todo eso iba a quedar de lado, sin quenadie preguntara más.

Lejos de las maniobras de Palacio, en el barrio Sonkoyla reunión del intendente con los vecinos se viviócomo un evento especial. Allí, Franco Mesa se comprometió a dejar sin efecto el reempadronamiento delas viviendas y cancelar las intimaciones a los vecinos que no pudieran pagar los impuestos. Además,hizo un anuncio que sorprendió a todos: al frente dela Secretaría de Acción Social del municipio sería designada Ofelia, la mujer del viejo López y tesorera dela Sociedad de Fomento.

Acosado por sus propios fantasmas y por la campañasucia, Saldívar ya no aguantó más. Los cargos en sucontra eran una fantochada que existía sólo a travésde un escuálido expediente judicial y de los artículospor encargo que los Mesa hacían publicar en el periódico Voces de Independencia. Aún así, sin Chachiy ahora sin Lázaro, se quedó sin apoyos ni fuerzaspara seguir. Pidió a los Mesa un encuentro secreto yprometió borrarse de la política si frenaban la investigación que lo involucraba en el crimen de su amigo.Cumplieron y cumplió.

Con los calores del verano, en la placita del barrio comenzaron los ensayos de la comparsa. Allí se reunieron muchos de los protagonistas de esta extraña, enmarañada historia. Marta, más desenvuelta despuésde haber recuperado el protagonismo y el cariño desus vecinos, se acopló al trabajo de la comparsa juntoa Culebra y al Pela. Compartían los atardeceres y lasnoches al ritmo de los bombos y los estímulos relajan-tes de la cerveza o algún vino. Los celos entre el Pela yCulebra cesaron una noche de cariños y embriaguezen la que los tres terminaron en la misma cama. Loshombres estaban tan borrachos que, sin darse cuenta, se libraron de sus prejuicios, y dieron rienda suelta a la atracción que los conflictuaba desde que seconocieron y que todos estos años habían negado. Lamujer los aceptó a los dos. El trío, en el barrio, al principio dio que hablar, pero después ya no.

La caja fuerte volvió a la sala de espera del despachodel intendente, y el mismo florero con las mismasflores de plástico a adornar su parte superior. Enadelante, nadie esbozaría la más mínima sospechasobre ese viejo mueble que atesoraba, en sus entrañas, la respuesta a todos los enigmas que rodearona aquel alocado día de furia. Esa antigua caja de hierro permanecería sin ser abierta, tal vez por siempre.

Allí quedaría sepultado el misterio por el que habíamuerto Lázaro, la confidencia que Chachi Gauna sehabía llevado a la tumba, el secreto por el que Saldívar pasaría el resto de sus días en la más ruin delas soledades, vencido por una adicción que lo habíaconsumido, recluido en su fracaso hasta finalmenteenloquecer.

FIN

Dedicatorias

A los compañeros y compañeras delos barrios La Fe, Gonnet, La Torre y Urquiza deMonte Chingolo, con quienes aprendi a construir elMovimiento de Trabajadores Desocupados de Lanús.A los y las compas de militancia con quienes aprendí aser parte del Frente Popular Darío Santillán.A Juan y Facu, testigos y protagonistas.

Pablo

A mis compañeras y compañeros de Piso.A quienes construimos ATE Trabajo.A la es-cultura popular.A María Eugenia. A Gaspar.Al que viene (¡con un libro bajo el brazo!)

Diego

Este libro se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2011 en DOCUPRINT S.A. Tacuarí 123 (C1071AAC)Buenos Aires, Argentina.