DE POBRES, PUTAS Y NEGROS DE MIERDA

ELECCIONES 2025: CLASE, GÉNERO Y RAZA

Categorías viejas para unos, claves para la interpretación social según otros, los conceptos de “clase, género y raza” se tornan necesarios para mirar el estado actual de las cosas en la política argentina. Especialmente cuando desde el poder político esos conceptos son tan combatidos que, incluso, buscan ser desterrados.

Texto: Agustina Díaz | Ilustración: Diego Abu Arab
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Frente a los femicidios, las violaciones, los acosos y diversos actos de discriminación, aparecen enormes esfuerzos argumentativos para tratar de explicar que no se trata de violencia por motivos de género, sino solo “violencia a secas” perpetrada por algún depravado, monstruo, perverso o “enfermito”, y que esos hechos (siempre vistos como aislados) no pueden justificar los “excesos” y la “hipersensibilidad” del feminismo. 

Con mayor o menor grado de consciencia, quitar la perspectiva de género frente a casos concretos de violencia contra las mujeres y disidencias tiene un objetivo profundamente político: desconocer estructuras de desigualdad que nos implican a todas las personas, en tanto las padecemos y reproducimos. 

Reconocer que aquellos que ejercitan la violencia no son seres aislados y monstruosos, sino personas con las que hemos compartido y convivido, nos interpela, nos responsabiliza, nos hace parte del problema y, quizás, de algunas soluciones. 

Nadie viene al mundo y elige los privilegios que tiene, ni las desigualdades que padece. Nadie tiene motivos por lo que sentirse culpable por lo que es y sus circunstancias. No obstante, sin un ejercicio reflexivo sobre esas condiciones, nos tornamos personas irresponsables, egoístas y necesarias para la perpetuación de las injusticias.

Tener una familia que proteja y contenga, un plato de comida, acceso a la salud y a la educación son privilegios no elegidos, pero que tenemos quienes hemos contado con esa fortuna en medio de un país todo roto. Si nacimos en hogares que pudieron garantizarnos todas esas cosas significa que no hicimos ningún esfuerzo por obtenerlo, sino que en la repartija de dones de la vida nos tocó una buena partida.

De manera análoga podemos decir que cuestiones tan básicas como circular libremente por la calle, sin que la violencia sexual aseche los talones, es un privilegio con el que las mujeres no contamos. No significa que los varones no sufran violencia sexual, nadie niega que los varones sufren y son violentados también de diversas maneras. Pero las mujeres somos criadas con la consciencia de que la violación puede estar a la vuelta de la esquina y que, aunque la mayoría de los abusos ocurran en los hogares de las víctimas, el espacio público es un lugar para habitar diferencialmente según el género de pertenencia. Agachar la cabeza cuando te dicen una barbaridad, acelerar el paso cuando te persigue alguien mientras te hace comentarios de connotación sexual o irte de un lugar para no estar incómoda por el que se toca los genitales mientras te mira, son situaciones frecuentes que no elegimos, pero ocurren una y otra vez. 

 “Tener una familia que proteja y contenga, un plato de comida, acceso a la salud y a la educación son privilegios no elegidos, pero que tenemos quienes hemos contado con esa fortuna en medio de un país todo roto”

La enorme cantidad de femicidios que nos cachetearon la cara de un lado y del otro todos estos días volvió a poner al descubierto las formas de subestimación, legitimación y justificación social de la violencia contra las mujeres. Cualquier cosa parece servir como argumento para señalar por qué una mujer se constituye (meritoriamente) como blanco de la muerte violenta: si saca “piquito” en una selfie para las redes; si tenía relaciones sexuales con muchos hombres, algunos o uno; si andaba en la calle sola; si su ropa era provocativa y mil etcéteras más. 

Y la cosa no se detiene ahí, sino que la deshumanización de la tragedia social que significan las muertes violentas de las mujeres llega al punto de convertirse en motivo de humorada y ridiculización. Hace unos días hablamos del caso de la publicidad por redes sociales de una estación de servicio en Crespo, donde el “giro de comedia” versaba en desaparecer a una compañera de trabajo por molesta (ver aquí)

 La crítica feminista suscitada por ese contenido fue observada por muchos como una nueva exageración.

Pocas horas después de hallazgo sin vida del cuerpo de Daiana Mendieta en la localidad de Mansilla, presencié un ejemplo de banalización de los femicidios. Tomé un remise, en la ciudad de Gualeguaychú, y el conductor me dice “mis amigos son tremendos, se la pasan haciendo stikers, mirá lo que hicieron” y procede a mostrarme una conversación de whatsapp donde se ve un stiker de un hombre con boina. “¿No lo reconocés? Es Pino, el de Mansilla” y se mata de risa.

Gustavo Norberto “Pino” Brondino es el principal sospechoso del asesinato de Daiana. Le dije que no me parecía para nada gracioso, que hay una familia sufriendo que aún no ha enterrado ni el cadáver de su hija. Me respondió “es un chiste no más”. Ese conductor no es una excepción, era uno en un grupo de whatsapp donde participaban muchísimos otros varones. Ese conductor es un laburante trabajando mil horas arriba de un auto para vivir. Ese conductor, que banalizó el asesinato de una chica de 22 años, no es un enemigo, es el producto de una sociedad llena de miserias y egoísmos, donde es “de guapo” reírse de esas cosas y es de “alterada” no hacerlo.

Raza

Pero esta pretensión de erradicar los conceptos que explican una forma específica de violencia no sólo ocurre con la cuestión de género, pasa lo mismo con todo aquello que intenta visibilizar el racismo que tenemos, con el que convivimos, el que padecemos. 

El racismo es el conjunto de ideas o de prácticas sociales basado en la creencia de la existencia de razas dentro del género humano y, por tanto, un orden jerárquico de razas en el que algunas se constituyen como superiores respecto a otras. Por tanto, el racismo es un marco ideológico, político y, también una postura moral frente a la existencia de otras personas. 

Si bienel término “raza” o la distinción de grupos seres humanos por sus características físicas existió en las sociedades antiguas, fue en la modernidad donde se expandió, predominante en los siglos XVIII y XX, amparado en el desarrollo de las ciencias biológicas, médicas y antropológicas, y dando lugar a espantosos crímenes que pesan sobre la historia del mundo. Desde el esclavismo a los genocidios, pasando por las experiencias eugenésicas de la Alemania nazi, el racismo se llevó las vidas de millones de seres humanos por la voluntad de otros, autopercibidos mejores. 

 “Lo amarronado de la piel, en la Argentina racista, denota pobreza o criminalidad. ‘Negro de mierda’, ‘negra de alma’ o ‘villero’ son sus cartas de prejuicio, exclusión y criminalización”

Y, aunque en pleno siglo XXI no parezca del todo “políticamente correcto” declararse racista, lo cierto es que el racismo continúa operando en la realidad social como discriminación y segregación de grupos. Tal es así que La Libertad Avanza (LLA), como espacio político, ganó lugar en la sociedad argentina y aceptación en la mayoría del electorado (lo que le permitió el triunfo electoral en 2023) a pesar de sus abiertos posicionamientos racistas. Posicionamientos que ha transformado en política pública desde su llegada al Ejecutivo Nacional.

La constante reivindicación de Julio Argentino Roca, la figura histórica más identificada con el genocidio a los pueblos indígenas de la Patagonia, y la interpretación de la “Conquista del Desierto” como un acto heroico, cuando en verdad se trató de una campaña militar de aniquilamiento, confinamiento y traslados forzosos de indígenas, son algunas ilustraciones sobre el racismo oficial que, también, adopta rasgos xenófobos. En esa sintonía, en los últimos días se comunicó desde presidencia que se eliminará el Decreto 1584/10 que denomina al 12 de octubre como “Día del Respeto a la Diversidad Cultural” para volver a llamarlo “Día de la Raza”, en homenaje a la llegada de Colón a América y el inicio de la colonización europea de estas tierras. 

Pero el racismo en la Argentina no nació con LLA, viene del tiempo colonial y se continuó de diversas maneras desde la creación del Estado Nacional a nuestros días. Primero, fue un racismo “a la europea”, que planteó el binomio civilización y barbarie, abriendo lugar al exterminio, la invisibilización y la negación afro-indígena, a la vez que promovió la inmigración del viejo continente. 

En el siglo XX el racismo mutó, cuando las poblaciones originarias reducidas en número (después de las campañas militares de la Patagonia y del Gran Chaco) fueron obligadas a cristianizarse, proletarizarse y asimilarse, abandonando sus formas de organización social, su cultura, lengua y religión. Se convirtieron así en pobres familias rurales, en peones mal pagos. Fueron esas familias las que migraron hacia los márgenes del conurbano bonaerense en los albores del país industrial por la década de 1930, con sus acentos, sus chamamés y sus rostros marrones.

Fueron esos, los cabecitas negras que como un “aluvión zoológico” encontraron en el Justicialismo propuesto por Perón una posibilidad de reivindicación. Así el racismo se volvió estético, dispuesto a denotar a cualquier piel o rasgo que denote americanismo. Lo amarronado de la piel, en la Argentina racista, denota pobreza o criminalidad. “Negro de mierda”, “negra de alma” o “villero” son sus cartas de prejuicio, exclusión y criminalización.

Vale la pena recordar a Marcelina Meneses y su hijo Joshua Torre (de diez meses), asesinados, arrojados del tren Roca en movimiento en el año 2001 por “negros” y “bolivianos”. Vale la pena recordar a Lucas González, asesinado por la policía porteña por “odio racial”, como lo establece la sentencia del juicio que castigó a reclusión perpetua a sus verdugos.  Y, más acá en el tiempo, es útil traer a colación la exposición pública que hizo hace unos días el actor Osqui Guzmán, agredido física y verbalmente en el transporte público en Buenos Aires por una oficial de policía que le vio “cara de chorro” por ser morocho. 

clase

El deterioro de las condiciones de vida de la clase trabajadora resquebrajó su confianza en las identidades políticas que, con errores y aciertos, intentaron representar sus intereses y generar esquemas sociales y económicos más equitativos. En medio de esas grietas, las derechas reaccionarias ganaron espacio con sus discursos virulentos. 

Sentar como binomio social a “la casta” versus “la anticasta” o a “los zurdos empobrecedores” versus “la gente de bien” fue efectivo para conquistar el interés electoral de una parte de la sociedad desahuciada. La novedad libertaria fue más convocante para los sectores perjudicados por un esquema de concentración de la riqueza que nunca logró sacarlos de la pobreza estructural. 

 “Ese discurso meritocrático es el que culpabiliza a los pobres marginados de la vida de mierda que tienen, responsabiliza a las mujeres asesinadas y violadas de la violencia que contra ellas se ejerció y disfraza de ‘victimismo’ las denuncias de racismo” 

Para la los/as trabajadores/as asalariados/as que han visto caer sus ingresos estrepitosamente, que no han podido acceder al derecho de un techo digno, que sufren los embates de la inseguridad y que han sido testigos de la degradación de la educación y la salud pública, fue preferible “loco por conocer” que repetir lo conocido. Y para los grupos de poder económico, que tienen “quemados” a sus principales dirigentes, Milei fue un aire fresco del cual colgarse para hacer sus negociados.

El libertarismo creció alimentado a base de frustración y echó ramas largas que sirven como chivo expiatorio para explicar por qué las cosas van tan mal para las enormes mayorías. El discurso del mérito individual es contrario al reconocimiento del enorme esfuerzo personal que hacen millones de argentinos y argentinas por una vida mejor y un país más digno. Ese discurso meritocrático es el que culpabiliza a los pobres marginados de la vida de mierda que tienen, responsabiliza a las mujeres asesinadas y violadas de la violencia que contra ellas se ejerció y disfraza de “victimismo” las denuncias de racismo y discriminación que tiñen la vida y la libertad de tantos.

Hablar de clase, género y raza no es de intelectuales sectarios, es volver a las bases de un pensamiento popular y humanista que sostiene la dignidad de todos los seres humanos como premisa esencial. Es que, como dijo alguien alguna vez, “sólo hay una clase de hombres (y mujeres): quienes trabajan”.