DESDE LOS PAGOS DE AUGUSTO, UN RECUERDO A IORIO

ÍCONO POPULAR DE LA CULTURA ARGENTA

DESDE LOS PAGOS DE AUGUSTO, UN RECUERDO A IORIO

El 24 de octubre se cumplió un año del fallecimiento de Ricardo Iorio, máximo exponente del metal argentino. Un personaje complejo y multifacético, como todos los líderes populares de la argentina, que, sin lugar a dudas, influyó en toda una generación y tuvo especial vínculo con nuestra geografía.

Texto: Agustina Díaz

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Ilustración: Diego Abu Arab

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AMIGO, SOY CONTIGO

Conocí a Augusto Romero una tarde de verano del año 2007, volviendo de Ñandubaysal. Hacía dedo al borde del camino, vestido con sus pilchas gauchas y una bolsita en la mano. Ni bien se subió al auto comenzó a elogiar su propio talento de payador y afirmó “no le miento si le digo que después de José Hernández con su Martín Fierro, vengo yo”. Ahí no más contó que unos muchachos del rock and roll de Buenos Aires lo habían visitado, que se habían hecho muy buenos amigos y hasta le habían dedicado una canción. Antes de bajarse, ahí no más del puente Méndez Casariego, Don Augusto sacó de su bolsa unas fotocopias dobladas y me las regaló con una advertencia “este es mi libro que no vale plata mija, pero vale mucho si sabés aprovechar lo que ahí vas a leer”. Era una especie de libro improvisado al que había titulado Consejos Gauchos.

Por trece años guardé esas fotocopias en una caja llena de papeles y recuerdos. Dos por tres las leía sin olvidar a su autor, a quien no volví a ver nunca más. Eran unos versos preciosos que hablaban del pago que uno añora cuando se está lejos, de la amistad, del amor por la tierra, de Dios y de la esencia del ser humano.

Augusto Romero fue un personaje local, de esos muchos que conviven con nuestras cosas y que, quizás, por eso mismo es que nos pasan tan inadvertidos. Fiel a sus versos, el “último gaucho” vivía en un ranchito precario, de poco más de un metro cuadrado, construido por sus propias manos con sobras de chapas, ramas de espinillos y sobras de silo bolsas. Ahí mateaba, en la orilla de un camino turístico, perdido en sus hondos sentimientos y en su soledad desde principios de la década de 1990, año en que quedó “varado” en estas tierras sin poder continuar la marcha hacia el Uruguay.

“Fue la sensibilidad de Iorio hacia la gente humilde, hacia la dignidad de los nadies, hacia los que laburan a destajo y a los que aman a su tierra, lo que lo llevó a hacerle un tributo a ese tipo desconocido”

Y fue en 1993, cuando ruteando, alguien vio en él lo que tantos ignorábamos. Se trataba de Ricardo Iorio, ni más ni menos que el creador del metal argentino y, por aquel entonces, líder de la banda Hermética, quien frenó en su camino para ir a saludar a Don Augusto. Fue la sensibilidad de Iorio hacia la gente humilde, hacia la dignidad de los nadies, hacia los que laburan a destajo y a los que aman a su tierra, lo que lo llevó a hacerle un tributo a ese tipo desconocido. Ese señor sencillo que secaba la humedad de su vieja guitarra al calor del mismo fuego con el que calentaba eternamente el agua de su pava para recitar unos versos. Ese gaucho, sin micrófonos en los festivales ni invitaciones VIP a las actividades culturales de la ciudad.

El mayor homenaje que en vida tuvo Don Augusto fue el de subirse a los escenarios de Almafuerte (la posterior banda de Iorio, desde donde el artista le dedicó una canción) para recibir el aplauso sentido y respetuoso de una muchedumbre de melenudos metaleros que compatibilizaban su rudeza con la ternura de quien reconoce a alguien que admira. Los mismos pibes que tenían como paso obligado, si andaban por estas tierras, pasar por el rancho de Romero para expresarle su cariño y llevarle algún presente.

CANTARLES A LOS QUE EL SISTEMA TRATA COMO GILES

Corría la segunda mitad de la década de 1980 y la primavera democrática se iba achicharrando. Las clases bajas sufrían los fracasos del proyecto económico de la joven democracia con la que, tristemente, no se curaba, no se educaba ni se comía.

Fue en 1988, tras la disolución de V8, que Ricardo Iorio creó Hermética, la madre de las bandas del heavy metal argentino, aún presente en los tatuajes y en las remeras de quienes se vieron representados por la rudeza de sus melodías y la crudeza de sus letras. El primer disco, de mediano éxito, fue grabado en pocas horas de estudio, por falta de presupuesto, en medio de la crisis de hiperinflación del gobierno de Alfonsín.

Recién en 1991 la banda podría grabar en mejores condiciones, dando nacimiento a “Ácido Argentino”, banda que alcanzó el reconocimiento de Disco de Platino. Cuando por entonces le preguntaron a Ricardo acerca de qué hablaban sus letras, con altiva seriedad, el artista respondió: “Nuestras letras tienen que ver netamente con la realidad, para que el día de mañana los hijos de los que hoy compran un disco de Hermética, hurgando entre sus cosas lo encuentren y adviertan cómo vivían sus padres cuando tenían la edad de ellos. Es tratar de documentar el presente inmediato para que en el futuro tratemos de ser mejores y contribuyamos a la evolución del ser humano, una cosa digna y buena”.

Eran los tiempos de la pizza y el champagne, de la “viveza criolla” y de los brazos sin trabajo de un pueblo golpeado por la destrucción de la industria nacional, los cierres ferroviarios y los crueles remates de las empresas estatales. En medio de la fiesta de compras en Miami, de la llegada de las baratijas del Todo x 2 Pesos y la farandulización de la política, los gritos de las canciones de Hermética golpeaban en el pecho de los pibes y las pibas que necesitaban revelarse frente al “fin de la historia” planteado por el neoliberalismo. La denuncia de un sistema que maltrata a los de abajo, el reconocimiento de la dignidad de los que le pelean a la vida y el grito de rabia por ver al país tan vapuleado, fueron los valores que hicieron que miles de jóvenes encontraran en Hermética la musicalidad de sus sentimientos y de la vida que llevaban sus familias.

“Me bautizan sonriendo, gil trabajador. Bestia humana que duermes aún. De la cuna al ataúd, extraviada del rumbo a seguir, por ignorar que no existe el fin del que escapar. De pacheco a la paternal, de dock sud a 3 de Febrero, mil amigos con el corazón esperan esta canción para atravesar el trago amargo de este mal momento. Mientras el mundo, policía y ladrón, me bautizan sonriendo, gil trabajador”

Gil Trabajador – Hermética

En aquellos años de la impunidad de los represores y de la extendida violencia institucional (si es que alguna vez no la hubo), los jóvenes metaleros eran carne de cañón para las arbitrariedades policiales. El pelo largo, la procedencia social, la ropa oscura y las remeras de Hermética eran una especie de identikit estigmatizador que padecieron muchísimos pibes, cercados por las mismas fuerzas de seguridad que hacían la vista gorda frente a innumerables atropellos cotidianos.

“Demorados contra el paredón, controlados por el represor, sometidos al circo de la tonta identidad, para esconder el basurero nuclear. Basta, nada hay que ocultar, muerto estoy aquí tras el porvenir. Sin futuro, sin piedad, sin conciencia fraternal, han mutado la raíz, aniquilando el país, tu país, mi país.”

Sepulcro Civil – Hermética

Desde Almafuerte (banda creada después de la disolución de Hermética) Iorio y los suyos siguieron un camino artístico signado por el deseo de darle rostro y voz a los que nadie ve, ni reivindica, ni reconoce. Así fue como en esos años aparecen canciones de homenaje a exponentes de esa Argentina olvidada, como la canción dedicada a Don Augusto Romero y la inspirada en Rubén Patagonia, músico indígena que ha dedicado gran parte de su vida a rescatar las culturas mapuche, aonikenk y selknam.

“Escucharte me golpeó, frío cual viento fueguino barre los llanos selknam de pueblo aonikenk. Doy mi cantar por convidar a todos con el cantar que guardo, por pasión y por verdad. Poco común de encontrar hoy, Peñi Ruben, grave tehuelche argentino, guardián del canto, mapularaucoquimey.”

Rubén Patagonia – Almafuerte

EN EL PECHO DE LOS PIBES, COMO DARÍO

La rabia y tristeza expresadas en las canciones de Almafuerte eran apenas el susurro del sentimiento de un pueblo que no daba más. Finalmente, el neoliberalismo explotó por los aires en diciembre del 2001, dejando un saldo de muertos de hambre y muertos por la represión policial.

Por aquel entonces, los movimientos de trabajadores desocupados eran el único salvoconducto de miles de familias sumidas en la pobreza y el desempleo, especialmente en la provincia de Buenos Aires. Darío Santillán era un pibe de 21 años, oriundo de Claypole, que desde el colegio secundario se había involucrado en la militancia social. Junto con sus compañeros de organización hacía ladrillos para mejorar las casitas de la gente de su barrio, revolvía el cucharón en las ollas populares y acompañaba las movilizaciones en búsqueda de respuestas del Estado.

El 26 de junio de 2002, Darío se movilizó con el MTD para cortar el puente Pueyrredón y continuar con el plan de lucha. Allí un compañero de militancia le sacó una foto llena de vida, donde se lo ve con una sonrisa amplia, los brazos abiertos, sus largos pelos al viento y una remera de Hermética en su pecho. Horas más tarde, el periodista Sergio Kowalewski le tomaría otras fotografías, pero esta vez a su cuerpo inerte que yacía en el piso junto con el de Maximiliano Kosteki.

“Darío fue despedido al día siguiente por sus compañeros, que amasaban dolor y bronca en sus puños, mientras le prometían no aflojar y le llevaban como ofrenda otras remeras de Hermética”

Ambos fueron asesinados salvajemente por la policía bonaerense en la jornada recordada como “La Masacre de Avellaneda”. Darío fue despedido al día siguiente por sus compañeros, que amasaban dolor y bronca en sus puños, mientras le prometían no aflojar y le llevaban como ofrenda otras remeras de Hermética, como si su amigo hubiera podido armar una mochila de recuerdos para llevarse al cielo donde descansan los justos.

Santillán es seguramente el máximo exponente de esa juventud castigada en los noventas por el desempleo de sus padres y la pobreza de sus hogares, que encontraron en la compañerada y en la militancia popular un sentido para sus vidas, y en la música del metal argentino una identidad que los convocaba y hacía sentir dignos en una sociedad que los trataba como desechables.

SE VOS, NO MÁS

Para ser sincera, conocí primero a Ricardo Iorio por las duras (y ciertamente justas) críticas a sus polémicos dichos, que por esa obra que inspiró tanto a una generación. Fueron esas declaraciones, que en más de una ocasión contrariaban lo más profundo de los valores que por tanto tiempo había promovido desde su música, las que hicieron que muchas personas cancelemos a Iorio y a toda su trayectoria artística antes de conocerla.

Y sigo considerando que algunas de los posicionamientos políticos del líder metalero en los últimos años no sólo están en las antípodas de mi pensamiento, sino que son lisa y llanamente condenables. Sin embargo, su muerte me permitió ver la infinita tristeza que la pérdida del músico significó para muchísima gente que quiero, admiro y respeto profundamente. Laburantes de bien abajo, militantes políticos comprometidos con la construcción de una sociedad mejor, activistas de derechos humanos y gente buena que todos los días intenta vivir con amor y coherencia en esta patria tan contradictoria y dolida, en esta Argentina tan metalera.

La muerte no licúa los errores de los seres humanos, ni el codo borra lo que escribimos con la mano. Así como tampoco Iorio invalida su propia obra, tan digna como la de los olvidados que recordó, y tan necesaria como la que, desde el corazón de Darío, fue resistencia al abuso y al descarte.