De las miles de imágenes conmovedoras que tenemos para regodearnos de aquel día que nos convertimos en campeones del mundo hay una que conservo especialmente: una pequeña ermita de la Virgen de Luján, en una plazoleta, contenía las plegarias de dos hombres que sufrían con el relato de un partido de fútbol, ese que estaban mirando miles de millones de personas en los sitios más recónditos del planeta. Ellos no se conocían entre sí, el destino quiso cruzarlos en ese lugar donde buscaron algo de esperanza y alivio al ahogante sentimiento que los invadía. En la radio encendida del auto de uno de ellos se sintonizaba el relato que describió, en segundos eternos, los movimientos precisos de Montiel. Al patear el penal quedaríamos, por siempre, quebrados o envueltos de gloria. La pelota que cortó el tenso aire del estadio finalmente entró al arco y entonces el relator gritó ¡goooool de Argentina, somos campeones del mundo!
Uno de los dos hombres que estaban allí salió corriendo, sin dirección, a ningún lado, pero necesitó correr unos metros para pronto volver a abrazar a su compañero ocasional que se encontraba de rodillas abrazado a los pies de la Virgen. Se estrecharon en un abrazo profundo y se dijeron “nunca me voy a olvidar de vos”. Se lo dijeron dos desconocidos que se abrazaron con la intimidad de los amigos que se aman para toda la vida.
Millones de abrazos similares acercaron las almas de los argentinos y las argentinas. Lloramos mucho. Recordamos a nuestras personas queridas fallecidas. Le agradecimos a Dios. Prometimos cumplir las promesas proferidas. Salimos a las calles que eran ríos de lágrimas y risas. Nos mezclamos todos, nos abrazamos todos.

Aquel diciembre de sol tuvimos esa sensación de que somos la misma cosa, la misma sustancia. Nos sentimos bendecidos por nacer en este suelo y nada podía hacernos sentir lo contrario. Abrazamos la idea de patria a pesar de sus infinitos dolores y postergaciones. Tuvimos la certeza de ser un pueblo grande y generoso. Mostramos al mundo la imagen de un país unido y sencillo, capaz de todo, aún desde el fin del mundo.
“Abrazamos la idea de patria a pesar de sus infinitos dolores y postergaciones. Tuvimos la certeza de ser un pueblo grande y generoso”
No éramos campeones del mundo sólo por ganar todos los partidos de fútbol necesarios para alzar la copa. Éramos campeones del mundo por el equipo de jugadores que arrollaba, puteaba y lloraba. Éramos campeones del mundo por las familias y amigos que se juntaban a ver los partidos y lo compartían todo. Éramos campeones del mundo porque nos tocó sufrir una y otra vez para alcanzar la gloria, porque cuando parecía que todo estaba perdido salimos adelante y triunfamos. Lo éramos por nuestra forma anárquica, impredecible y disparatada de festejar como si no hubiera un mañana.

El éxtasis de aquellos días nos vuelve a atravesar, desde entonces, cada diciembre que recordamos la epopeya. Pero también nos interpela porque lo que vimos, sentimos y construimos parece que se desvaneció para dejarnos la duda si fue real o no aquello que fuimos ¿Seguimos siendo aquellos campeones del mundo?
EL OTRO DICIEMBRE
Veintiún años antes del diciembre de gloria, las calles argentinas fueron testigo del otro rostro de la Argentina hermosa y doliente: el estallido económico, social y político de 2001. Fue el corolario de años de entrega de la soberanía, de endeudamiento, de un modelo económico que planteaba la individualidad como carta segura para el éxito. El país de rostro industrial había sido devastado y los brazos fuertes de miles de argentinos y argentinas se encontraban apretando, a puño cerrado, el dolor de querer ganar el pan y no poder hacerlo.
Había tanta hambre, cansancio y corrupción que se pasó de la apatía y el acostumbramiento al grito de hartazgo colectivo. En aquella oportunidad miles de argentinos y argentinas también salieron a las calles para cambiar el curso de una historia que se caía a pedazos. Hubo abrazos, conmovedoras muestras de solidaridad, unos y otros se enjugaban el llanto de impotencia, se cuidaban espalda con espalda. La represión policial del fétido gobierno de Fernando de la Rúa dejó un saldo de 38 muertos. Niñas víctimas de balas perdidas en las barriadas, dirigentes populares que estaban preparando ollas populares y muchísimos jóvenes que habían salido a las calles a gritar su dolor, fueron acribillados.
Los charcos de sangre fueron la estampa social de una pelea nunca vista, de un pueblo hacia un gobierno cínico, insensible e ineficiente. La otra estampa fue la solidaridad espontánea que nos hizo sostenernos entre nosotros cuando todo se caía y resquebrajaba. Compartir el pan, aún en la extrema pobreza, fue la única garantía de existencia posible en medio de tanto desasosiego. Y el helicóptero que condensó el deseo popular de que el gobierno se vaya, fue la foto de un triunfo colectivo.

Aquel diciembre también fuimos una misma cosa, una misma sustancia. Nos había unido el espanto y la decepción porque lo habíamos perdido todo. Sólo nos mantenía en pie la generosidad que abundaba en medio de la pobreza y la certeza de que nuestro país era mucho más que aquellas ruinas en la que lo habían convertido.
“Compartir el pan, aún en la extrema pobreza, fue la única garantía de existencia posible en medio de tanto desasosiego”
¿QUIÉNES SOMOS?
Aquello que tanto grafica nuestra identidad a veces parece desvanecerse, tanto que hasta nos hace dudar si existió. Porque en simultáneo a aquellos dos diciembres excepcionales hay otra forma del ser argentino que también existe y persevera. También somos aquellos capaz de desdecirnos, los de la indiferencia, los del sálvese quién pueda, los del prejuicio y la desconfianza, los de la rivalidad absurda, los de las antinomias insalvables.
Un año después del glorioso diciembre en el que celebramos la tercera copa del mundo y nos vimos como la misma cosa, la mayoría del pueblo argentino votó a un partido político que enumeraba como bases ideológicas todo lo que es capaz de desmembrar una concepción solidaria y orgullosa de patria, y el apoyo a esa forma de concebir la sociedad y el mundo parece todavía contar con un amplio margen de aceptación.

Somos todo eso. Somos el país de la justicia social y del libertarismo extremo. Somos el pueblo de la generosidad y el de la meritocracia miserable. Somos el pago del potrero y la pelota de trapo y el de los negociados y las barras bravas. Somos la cultura del trabajo y del esfuerzo. También somos el atajo y el ventajismo.
Estoy convencida que la incoherencia no hace menos cierto aquello que fuimos, que somos y que podemos ser. Que somos ese cambalache ontológico contradictorio y vital. Y por eso los ciclos explican lo mejor y lo peor de nuestra historia y de nosotros mismos. Claro que esa dualidad no nos exime de las responsabilidades ni atenúa las consecuencias de nuestros vaivenes. Pero es importante que podamos vernos en aquella dimensión de orgullo que nos alienta y justifica, para que no olvidemos que podemos ser mejores que esto que somos ahora.
Las imágenes, como la de ese abrazo a los pies de una ermita, nos llenan de ilusión y fe, nos quedan como estampita popular para seguir creyendo en nosotros mismos. Aun en ese cambalache ontológico contradictorio y vital.
captura de pantalla
por Tati Peralta
Ángel Di María: Romper la pared (Juan Baldana, 2024)
El documental que humaniza al genio. Lejos del gol en la final del mundo, Baldana sigue al Fideo en su rutina más frágil: sesiones de kinesiología, charlas en el auto con su representante y llamadas a la familia desde el hotel. La cámara captura el peso de la camiseta: las lesiones como fantasmas, la presión de una nación que respira fútbol y ese dolor de espalda que es metáfora de cargar un sueño colectivo. No es una hagiografía: es el retrato de un tipo que, como nosotros, tiene miedo de fallar. La pared que rompe no es la defensa rival; es la que separa al ídolo del hombre que suda.
Héroes (Tony Maylam, 1987)
La época donde el fútbol argentino era rock, barro y pelo largo. Filmada tras la Copa del Mundo del ’86, el docu sigue a la Selección en su gira por Europa: Maradona firmando autógrafos desde un balcón en Nápoles, Burruchaga jugando al póker en un avión, Ruggeri fumando en el vestuario. Maylam no busca héroes de cartón: muestra a tipos sudados que cantan cumbia en el micro y discuten con Bilardo. Es el reverso de la pulcritud actual: acá el fútbol huele a cigarrillo, champagne barato y patria inflada de coraje.
Diciembre (Alejandro Bercovich y César González, 2021)
La otra final, la que perdimos todos. Miniserie que se sumerge en el estallido social, político y económico de diciembre de 2001. A través de personajes atravesados por el desempleo, el hambre y la bronca, reconstruye los días de cacerolas, represión y organización popular que marcaron un quiebre en la historia reciente. La serie pone el foco en la calle: asambleas barriales, ollas populares, corridas y muertos. No hay épica: hay cuerpos cansados, miedo y solidaridad como única red. Un retrato crudo de cuando el país tocó fondo y, aun así, se sostuvo entre desconocidos.
