Pedro Evaristo tiene 24 años, es porteño, rockero, usa sus redes sociales con la naturalidad de cualquier pibe de su edad, esa capacidad de fluir y comunicar por los senderos digitales que se ha impuesto como vía de expresión para una generación hoy acusada de superficial, de cristal, apática.
Sin embargo, Pedro mezcla todas sus inquietudes con una profunda sensibilidad social y un «sentir nacional» que lo llevó a desear pisar suelo malvinense. Y en esa experiencia, algo excéntrica y genuina, nos regaló un hermoso diálogo, exclusivo con La Mala, que nos deja pensando acerca de qué es lo que tienen los pibes y las pibas en la cabeza y, también, nos renueva un poco la esperanza.
– ¿Cómo llegaste a Malvinas?
– La gente suele creer —yo mismo estaba entre ellos hasta hace poco— que visitar las Malvinas supone un esfuerzo logístico lleno de trámites, permisos y declaraciones juradas, una especie de filtro que disuade a cualquiera que lo considere. Pero, lo cierto es que esa idea es más mito que realidad. El viaje surgió desde una pulsión personal por conocer y recorrer los lugares donde se forjó la historia y el destino nacional. Es algo que siempre intenté hacer, y las Malvinas representan, quizás, uno de los episodios más recientes y definitorios de nuestra historia. Un conocido me contó, allá por junio, que en julio iba a estar viniendo a las islas. Su plan era hacerlo solo, lo cual me pareció una locura, teniendo en cuenta todo lo que implica la estadía en un archipiélago remoto del Atlántico Sur, con apenas 3.600 habitantes repartidos en tres asentamientos, donde —en todo el sentido de la palabra— no hay nada para hacer. En pocas horas armamos un grupo de cuatro (dos padres y dos hijos) que se propuso conocer las islas. Una vez por semana llega a Río Gallegos, Santa Cruz, un vuelo desde Punta Arenas, Chile, que tiene como destino final el aeropuerto militar de Mount Pleasant / Monte Agradable, en Isla Soledad. El vuelo, operado por LATAM, tiene un costo comparable al de un viaje transatlántico. Uno se sube a ese avión casi vacío, lleno de chilenos, isleños e ingleses que —dependiendo sobre todo de su edad— ya te empiezan a mirar mal. En conclusión: cualquier argentino puede ir a las islas con un pasaporte vigente y una ETA (Electronic Travel Authorisation) otorgada por el Reino Unido vía trámite online, con una demora de 3 a 5 días hábiles y un valor de 22 libras. Es tan fácil y tan difícil como llegar a Río Gallegos y tomarse ese vuelo semanal.

– ¿Por qué quisiste ir?
– Siempre lo consideré un lugar al que quería venir. No desde una lógica turística de quien recorre para sacar fotos y ver pingüinos, sino desde el deseo de ser testigo directo de la vida en las islas. Hablar, discutir, incluso confrontar ideas con los isleños. Recorrer los lugares donde se combatió. Poder tener una impresión de primera mano de la gran pregunta: ¿Qué sentiste al llegar a las islas? ¿Qué viste? ¿Cómo son? La geografía de las islas es irregular, filosa, rocosa y húmeda. El color del suelo, al menos en esta época del año, se asemeja al del desierto patagónico: un manto de pasto verde-amarillento interrumpido, cada tanto, por montes, riscos y diques de basalto. Desde el avión ya se percibe un terreno accidentado, remoto, hostil. Sobré qué se siente al llegar… todavía no lo sé. No es impotencia, ni vergüenza, ni tristeza, ni orgullo, ni dolor. Quizás alguien con más historia familiar en las islas pueda definirlo mejor. Yo no viví la guerra, no tengo familiares que hayan ido o quedado allí, y no tengo un odio indiscriminado hacia lo anglosajón. En definitiva, se siente confusión. Sé que esto es mi país, pero no se siente como tal. Administrativamente todo tiene una identidad típica del norte de Europa: frío, rígido, megaestructurado, innecesariamente solemne.
– ¿Cómo es la gente que vive allí con los argentinos?
– La relación depende casi exclusivamente de la edad del isleño (aunque “kelper” es un término que muchos consideran despectivo y prefieren evitar). Es simple: quienes vivieron la guerra suelen mirarte abiertamente mal, montando una especie de performance casi pueril de sus opiniones. Una cajera peruana del único supermercado de la isla me dijo: «Lo mejor es ignorarlos». También varía según el lugar. En Puerto Argentino (Stanley, para ellos), donde está la mayoría de la poquísima gente joven, es menos probable que un veterano te mire con odio solo por hablar español. En cambio, lugares como Goose Green —escenario de momentos oscuros del conflicto— guardan un rencor más profundo. Susan, una inglesa casada con un marplatense que me alquiló su casa en Puerto Argentino, me recomendó directamente no ir: «Hay mucha gente ahí que vive en el pasado», confesó.

– Malvinas: ¿argentinas?
– Malvinas, siempre argentinas. Desde 1816, independientemente de la voluntad de la potencia colonial de turno, ya fuera Francia (1764), España (hasta 1836) o Inglaterra (1806, 1809, 1833, 1982). No es una discusión: en el Atlántico Sur hay un enclave colonial del Reino Unido en pleno siglo XXI. Un comité de descolonización y múltiples organismos internacionales sostienen que no cabe otra definición, por más que desde Albión hablen de “territorios de ultramar”. En los 80 hubo una guerra ilegítima y planificada que el Estado nacional de facto nunca pretendió ganar. Solo truncó décadas de esfuerzos diplomáticos entre dos países que, paradójicamente, sostienen relaciones bilaterales hace más de 200 años.
– ¿Qué opinás de la política exterior del gobierno argentino actual?
– “Política exterior” es una forma amable de nombrar la vocación entreguista, auto-difamatoria y antinacional que ejecuta el excelentísimo presidente Javier Gerardo Milei. No sé si el presidente cree realmente en lo que dice o si alguno de sus asesores supone que ultrajando la memoria del país van a asegurar una lluvia de inversiones británicas. Pero creo que su política exterior es inexistente, y que pone al país a disposición de los actores que históricamente han tenido un plan para una Argentina subordinada. Una vez más, el Estado argentino se convierte en su propio detractor. La causa Malvinas es quizás la única bandera común que todo el espectro político se disputa. No tiene matices. Y, aun así, Milei logra —una vez más y fiel a su estilo— demostrar su aberración por el sentir nacional del país que preside.
– ¿Qué deseás para las Islas?
– Deseo lo mismo que cualquiera que cree en la grandeza de la Nación: que, en un gesto acorde al siglo XXI, el Reino Unido retire su presencia militar, repatríe a la población implantada y restituya la administración de las islas a la República Argentina. Como eso no va a pasar pronto, deseo que mientras tanto Argentina sostenga su reclamo con la validez que le corresponde, independientemente de quién gobierne. Lo cual —de verdad— no es mucho pedir.

Pedro es un pibe que no milita orgánicamente en un espacio político, le gusta viajar, la música y conocer el mundo. Es irónico, usa sus redes sociales para hablar de aquello que le gusta y de lo que del mundo le disgusta. Y aunque tiene sus particularidades que lo hacen excepcional, como a cualquier tipo, estamos convencidos que representa las inquietudes, intereses y deseos de un montón de pibes y pibas, gurises y gurisas, que no creen que la desigualdad es producto del mérito individual y no desprecian cualquier proyecto colectivo.
Envar «El Cacho» El Kadri una vez dijo: «Perdimos, no pudimos hacer la revolución. Pero tuvimos, tenemos, tendremos razón en intentarlo. Y ganaremos cada vez que algún joven lea estas líneas y sepa que no todo se compra ni se vende y sienta ganas de querer cambiar el mundo».
Al escuchar las palabras de Pedro Evaristo, sentimos un poco eso.