NO SÓLO FUERON COLÓN Y ROCA

NO SÓLO FUERON COLÓN Y ROCA

De Cristóbal Colón a Susana Giménez. El colonialismo de los cuerpos y del pensamiento. La “Campaña del Desierto” y la “solución final” de Julio A. Roca. “Nuestra amada Argentina se consolidó como Estado nacional con el genocidio indígena y sus consecuencias siguen presentes hoy en un país que se autopercibe blanco y el menos latinoamericano de América”, escribe Agustina Díaz.

Texto: Agustina Díaz

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Ilustración: Diego Abu Arab

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Durante toda mi infancia el programa ¡Hola Susana! reunía a mi familia frente a la pantalla de Telefé. Como miles de personas a lo largo y ancho del país, formábamos parte de una fiel audiencia que hizo del ciclo uno de los más exitosos de la década de 1990. La diva entraba a su estudio con atuendos espectaculares, pasaba a su escritorio, en compañía de sus “Susanos”, donde comentaba la efeméride del día ilustrada con una fotografía colocada en un portarretrato y, después, daba inicio a los concursos telefónicos de premios millonarios.

En una de esas noches, un 12 de octubre -no puedo precisar exactamente de qué año- el portarretrato exhibió la imagen de Cristóbal Colón y conductora explicó: “Hoy es el aniversario del descubrimiento de América ¡Menos mal que Colón nos descubrió! porque sino estaríamos todavía desnudos, colgados de las palmeras, como los monos”, despertando risas entre los Susanos. La frase me dio risa a mí también y me imaginé con taparrabos colgando de una palmera con cocos. Además, las referencias históricas de la diva sobre la fecha no distaban demasiado de lo que nos habían dicho en la escuela, cuando nos hacían dibujar unos primitivos hombres con una pluma en la mitad de la cabeza. Sin embargo, mi vieja que estaba en la cocina haciendo la cena, pegó el grito y exclamó: “Ese Colón fue un hijo de puta, fue una matanza lo que hicieron con los pobres indios y se llevaron todo el oro”. Su frase abrió en mí una inquietud que me acompañaría para siempre, a contrapelo de todo lo que veía y escuchaba.

El “Día de la Raza” había sido instituido por el presidente Hipólito Yrigoyen en 1917 para celebrar el encuentro de las culturas y la hispanidad heredada en estas tierras. Tuvieron que pasar noventa y tres años para que se cambie la denominación de la fecha, pues hacía tiempo que ya no quedaba en pie ningún argumento científico que sostuviera la idea de razas dentro del género humano. Fue 2010, en medio de los festejos por el bicentenario de la Revolución de Mayo, que la presidenta Cristina Fernández a través del Decreto N° 1.584 designó al 12 de octubre como Día del Respeto a la Diversidad Cultural.

El ciclo televisivo de la blonda conductora seguía al aire en medio de estos cambios políticos y culturales, pero su amor por Don Cristóbal no había cambiado. En el aniversario de la llegada de las calaveras a las costas americanas del año 2013, la Su volvió a señalar su postura respecto a los hechos: «Hoy es 12 de octubre, Día de la Raza. Ahora le pusieron una cosa tan complicada que no me acuerdo… (un Susano le acerca un papel) … Hoy es el Día del Respeto a la Diversidad Cultural. Yo no me acuerdo eso. Es mejor decir feliz Día de la Raza. ¿Quién puede perder tiempo diciendo esto?”

Ahora bien, es justo decirlo, Susana no dijo ni hizo nada distinto a lo que desde siempre la industria del entretenimiento propuso en Argentina y toda América Latina. Y tampoco sería justo caer sólo contra los contenidos televisivos cuando la violencia estructural que engendró el colonialismo y el racismo no fue revertida en más de doscientos años de vida independiente de nuestros países. No se trata sólo de grandes regímenes políticos o modelos económicos, también se trata de proyectos educativos, contenidos académicos, cánones estéticos, visiones religiosas, coberturas periodísticas y tantas otras yerbas que invisibilizan, ocultan, niegan, minimizan, prejuzgan, condenan y denigran parte de lo que somos y de dónde venimos. Y en esos andamiajes antiguos y nuevos estamos cada uno de nosotros y nosotras, padeciendo y reproduciendo a la misma vez.

La explotación extractiva de recursos que atienden a las necesidades de los países centrales y el racismo que condena la vida de millones de seres humanos en nuestro continente sigue ahí, siendo parte de una cotidianeidad que ya no percibimos y, por eso, no combatimos.

No fue sólo Cristobal Colón

Es innegable que el12 de octubre de 1492 la historia del mundo cambió para siempre cuando Cristóbal Colón, por error, llegó a estas tierras. De allí la acumulación originaria que dio a luz al sistema capitalista, de allí la ocupación territorial y los sistemas de explotación humana más funestos y prolongados que se han registrado.


Millones de personas, no consideradas seres humanos, fueron asesinadas cruelmente, mutiladas, violadas, desmembradas y explotadas hasta límites difícilmente concebibles. Tantas muertes hubo en estas tierras vastas y provechosas, que no se les ocurrió mejor idea a los países coloniales que traficar a millones de africanos y africanas para continuar con su empresa. Tribus enteras arrastradas a barcos de muerte, miles de cuerpos flotando en el mar porque morían en el traslado. Más tortura, muerte, mutilación, violaciones y explotación.

La explotación humana era necesaria para la explotación de los recursos naturales. Miles de especies extintas, millones de hectáreas de tierras asoladas para reemplazar selvas y montes por monocultivos de productos exóticos. Agujeros en las entrañas de la tierra para extraer metales y minerales que financiaron una revolución industrial que no nos pertenece.

Colonialismo, acumulación originaria capitalista y jerarquización de los seres humanos a través de un sistema de estructura racista fueron, y son, los tres vértices de un triángulo indestructible que no ha desaparecido del todo sino solo cambiado de traje.

Más de trescientos años pasaron para que en el alma de los pueblos de América explotara el grito de rebeldía que quisiera cortar las cadenas de la opresión. Criollos, indígenas y esclavizados afroamericanos aunaron sus anhelos de libertad para hacer posible la independencia política de las antiguas metrópolis, pero la ilusión de la igualdad de todos los seres humanos se haría añicos con la conformación de los nuevos Estados nacionales.

En los antiguos territorios del Virreinato del Río de la Plata, las pretensiones políticas de una República pluricultural duraron poco. Ya para la mitad del siglo XIX la “cuestión indígena” era un problema que preocupaba a las elites que querían hacer de la Argentina un país moderno y plenamente incorporado al mercado mundial. En 1878, el Congreso Nacional aprobó el presupuesto para financiar la “Campaña del Desierto” comandada por Julio A. Roca para dar “solución final” a los problemas territoriales en la Patagonia e integrar plenamente estas tierras al modelo agroexportador.


Miles de personas fueron asesinadas en los siete años de la campaña. Algunas mujeres y niñas sobrevivientes fueron entregadas a familias patricias para servicio doméstico, evitando así la reproducción de la etnia. Hombres fueron trasladados forzosamente a ingenios azucareros en el noroeste. Cientos fueron apresados en campos de concentración como Valcheta y la Isla Martín García, donde murieron de hambre y enfermedades inoculadas. Otros fueron entregados a museos y zoológicos para ser estudiados y expuestos como trofeos del triunfo de la civilización contra la barbarie. Sus lenguas y formas de organización religiosa y política fueron castigadas y prohibidas. El único indígena aceptado por el Estado era el que dejaba de serlo.

Finalizada la “Campaña del Desierto”, hacia 1890 comenzó la “Campaña del Gran Chaco” para extender el dominio estatal en lo que hoy conocemos como las provincias de Chaco y Formosa.  Tras derrotar militarmente a los líderes indígenas, el Estado nacional instauró un criminal sistema de reducciones dedicadas a la explotación forestal y de algodón. Estas instituciones, bajo la dependencia del Ministerio del Interior, funcionaron como campos de concentración y explotación indígena hasta la década de 1950 y en sus límites ocurrieron las peores masacres racistas de la Argentina moderna, como la masacre de Napalpí, del Zapallar y de La Bomba.

No fue sólo Julio Argentino Roca

Las campañas militares y los sistemas de reducciones indígenas sólo fueron la punta del iceberg de un sistema estatal y cultural de racialización social. La obra que el ejército ejecutó con las Remigton fue completada por docentes, juristas, sacerdotes, burócratas, periodistas, académicos, científicos, damas de caridad, museólogos, historiadores e intelectuales que justificaron lo ocurrido y perpetraron una concepción de jerarquías raciales en los seres humanos.

Las incursiones militares en la Patagonia y el Chaco y las reducciones indígenas acontecieron frente a una sociedad que aprendió a despreciar a los indígenas y su modo de vida. Tan sólo un puñado de voces intentó denunciar, infructuosamente, los atropellos que se sucedían ante los ojos de la gente de bien que no se indignaba frente al mal y la violencia.

Recién con el advenimiento de la democracia, tras la última dictadura militar, el Estado argentino comenzó a sancionar leyes de reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios en nuestro país. En cuarenta años de continuidad institucional, las políticas de reparación y reconocimiento indígena han sido escasas, lo que queda en evidencia al ver las condiciones territoriales y de vida de las comunidades atravesadas por desalojos, falta de agua, ausencia de servicios de salud y, sobre todo, hambre.

Es una vergonzosa realidad: nuestra amada Argentina se consolidó como Estado nacional con el genocidio indígena y sus consecuencias siguen presentes hoy en un país que se autopercibe blanco y el menos latinoamericano de América.

En el sentido común, construido y reproducido, un rostro indígena es extranjero, o pobre, o delincuente, o inculto o, en el mejor de los casos, folclórico. En nuestro sentido común, lo indígena está extinto y se lo puede ver en un museo. Y, muy peligrosamente, en el actual discurso oficial, con Patricia Bullrich a la cabeza, indígenas organizados para reclamar por sus derechos son grupos terroristas.

Es cierto, Cristóbal Colón y Roca tuvieron la culpa. También es cierto que dirigentes como Patricia Bullrich y todo el actual gobierno constituyen una amenaza para la construcción de una sociedad pluricultural que no violente ni racialice. No podemos dejar de reconocer que comunicadoras como Susana Giménez dicen cosas reprochables desde una perspectiva de los derechos. Pero que todo eso no nos des-responsabilice de esa cuota de racismo que, sin quererlo, pero a veces sin evitarlo, coexiste en nosotros y nosotras.