12 de noviembre de 2010, un día como cualquier otro. El despertador sonó a las 7:30 AM para avisarme que otra jornada laboral comenzaba, después de una noche en la que me costó demasiado hacer que mis ojos se cerraran. Todo iba transcurriendo como siempre, hasta que un mensaje a media mañana con un cántico ricotero hizo que las ansias, que se venían acumulando hacía varios meses, despertaran todas juntas.
Después de nueve horas de trabajo y con muy poca concentración, sin darme cuenta ya estaba entrando a mi casa para encontrarme con una cara que conozco muy bien, pero que tenía una expresión que nunca había visto. “Me siento flojito”, me dijo; “todavía no caigo, no sé”, fue su respuesta a un intenso abrazo, para hacerme saber que él estaba sintiendo exactamente lo mismo que yo.
En seguida salió de mi boca la frase con la que empezaría esta larga previa: “ya fue, vamos a comprar birra”. Entre vaso y vaso, la ansiedad se iba transformando en inmensa alegría, hasta que llego el tercer miembro de este viaje memorable y nos dimos cuenta que era tiempo de prepararse para partir. La remera de Ramones, un buzo regalado, el pantalón roto por Ramón y empezar a chequear: los puchos, el documento, la billetera, el celular, las llaves, ¿las entradas? ¡las entradas, Camila, las entradas!
Despedimos al de cuatro patas que quedaría al cuidado de la casa y salimos rumbo al encuentro de la cuarta persona en cuestión, que se hizo notar con un grito, claro: “¡vamo’ Paola!”. El colectivo estaba dispuesto a la hora pactada y a las 1:20 AM estábamos marchando, y cinco horas después habíamos llegado a destino. Bajé sin pensar con lo que me iba a encontrar, el paisaje estaba teñido con una P y una R enorme, y solo eran las 6 de la matina. Esto se estaba poniendo bueno.

Tres amigos, andá a saber de dónde, son inmortalizados por el lente de Jerof, días previos al recital de Solari en Gualeguaychú, hace 11 años
Automáticamente, nos mandamos para la plaza principal. Fuimos casi los primeros en llegar a la misma. Por allá había un grupito que estaba descansando de un viaje quien sabe de cuánto tiempo. Por acá, unos señores de cuarenta y tantos, con remeras alusivas, que ya se estaban disponiendo a embriagar sus corazones. Nos echamos al solcito, hacía frío. Mis compañeros encontraron rápidamente el lugar adecuado para una siestita matutina, a mi lo único que me daba vueltas en la cabeza era una frase que había leído antes de salir de la capital: “no hay lugar para la razón en una pasión”. Obviamente, no me pude dormir.
Poco a poco la plaza se fue llenando de gente, y al instante entendí que esta situación se estaba viviendo en cualquier parte de ese lugar, el aire me lo hacía saber. Entre chiste y chiste, nos fuimos levantando cerca del mediodía, la ansiedad había desaparecido, es que el momento esperado ya estaba aconteciendo. Después del almuerzo, cada cuerpo, vestido con una remera diferente pero igual, se fue recostando en el pasto para descansar, sabían lo que se venía. Yo hice lo mismo, pensando que sabía… extendimos la frazada y finalmente logré dormirme. Un par de horas después, el celular empezó a sonar: otra voz conocida me decía que tampoco lo podía creer. Quedamos en encontrarnos, teníamos que brindar.

Las pieles se hacen remera y las remeras dicen PR en cada misa ricotera
Tomamos el 504 verde. Los cánticos no paraban de sonar en todos lados. Finalmente, llegamos al lugar donde la misa iba a acontecer. Lo que me produjo ver toda esa cantidad de gente no lo puedo explicar, perdón. Después de caminar unas cuantas cuadras, divisé a lo lejos un rostro imposible de confundir: “¡Dino!”, grité enseguida, y los brazos de ambos se levantaron al instante, acompañados de una sonrisa que no se borraría en ninguno de los momentos que vendrían por delante. Sonrisa que se hizo más grande cuando me di cuenta quien era el que estaba a su lado, vistiendo su camiseta a bastones, amarilla y verde. Abrazo va, abrazo viene, birrita va birrita viene. Llegaron los que faltaban. No hacía falta nada más.
Dios los cría y el viento los amontona, dicen. Uno se encargó de dar el primer paso: “¿arrancamos?”, “arrancamos”, asentimos. Y a medida que nos íbamos acercando a la multitud, la euforia se hacía cada vez más grande. Desde la entrada del predio se podía ver el escenario y las seis pantallas dispuestas a su alrededor.
21:30. Las pantallas empezaron a moverse y las 80 mil voces se unificaron en el inmortal “ser redondo es un sentimiento… no se explica, se lleva bien adentro… y por eso te sigo a donde sea, soy redondo hasta que me mueeeeeera, vamos los redoooooo, vamos los redooooo”. El corazón era el que cantaba. Quince minutos después, el Hipódromo de Tandil quedó a oscuras, se levantó el telón y el capitán de este barco empezó a hacer lo que mejor sabe: dejar que la gente muestre su propia alma.

Gracias Indio, sostiene el trapo-estandarte que embelese la escena, tan mundana, tan rockera, en el Parque Unzué (2014)
“Un tal Brigitte Bardot”, fue lo primero que se escuchó, mientras todos levantábamos las manos al cielo, como queriendo tocarlo (yo lo estaba tocando). Así, siguieron tantas otras… el piso se movió con “Me matan limón”; las voces aturdieron con “Un ángel para tu soledad”; las manos no dejaron de estar arriba con “Vamos las bandas” y el aire se tiño de cientos de colores con “Juguetes Perdidos”.
En la mayoría de los momentos estuve al borde del llanto, en algunos no lo pude aguantar, y nunca, pero nunca, pude borrarme la sonrisa de la cara.
Después de casi dos horas y medias, de aproximadamente 25 temas, y porque todo en esta vida termina, llegó el final. Pero este no iba a ser un final cualquiera, porque la espera había sido bien esperada. “Este va a ser el pogo más grande del universo”, dijo Solari y nosotros no defraudamos. Sonó “Ji, ji, ji” y lo fue.
Desde el instante en que las luces volvieron a encenderse hasta este momento, en que me encuentro en mi casa fumándome un cigarro, no puedo decir nada, todavía estoy fuera de lo real.
A partir de mañana volveré a meterme en el ojo del huracán de la rutina, pero con la certeza de que todo llega, así que disfrutemos de la espera.
Tandil, no te voy a olvidar jamás.
Gracias Carlos “Indio” Solari, no te mueras nunca.
Vivir solo cuesta vida.