En un día soleado se observa un grupo sentado en ronda, compartiendo experiencias en un taller que no los cuestiona, más bien, los invita a contar sus verdades. “Tuve que sacudir a mi papá para que me mire en la cena”, cuenta un adolescente; “bajo de madrugada a servirme agua y está mi mamá en el sillón scroleando”, suma otro. Esta vez, no hablan de ninguna serie de estreno: desnudan escenas cotidianas que reflejan una realidad cada vez más común.
Así lo cuenta Facundo, miembro de Bienestar Digital, un grupo que desde hace años trabaja con escuelas y comunidades para entender y acompañar los vínculos con la tecnología, especialmente en niños y adolescentes. Nacido desde la comunicación, se nutre del trabajo interdisciplinario y durante la última década amplió su foco, desde los temores clásicos como el grooming y el ciberacoso hacia problemáticas vinculadas a la Salud Mental, las apuestas online y la cultura de la influencia.
LOS DESAFÍOS DEL VÍNCULO ENTRE CHICOS, ADULTOS Y TECNOLOGÍA
“Los chicos aprenden mirando cómo los adultos usamos las pantallas. Si ven que yo no puedo soltar el celular ni en la cena, no puedo pedirles que hagan algo distinto. En los talleres, nos dicen con claridad que los acuerdos familiares sobre tecnología muchas veces los rompen primero los padres. Esa mirada crítica hacia nosotros es una oportunidad para repensar cómo los acompañamos”, explica Facundo. “No es cuestión de señalar, sino de reconocer que estamos haciendo lo que podemos en una era compleja, con la hiperproductividad y los límites laborales difusos”.
Aunque muchos chicos manejan la tecnología con naturalidad, eso no implica que tengan todas las habilidades digitales necesarias. Los adultos, que no crecimos con estas herramientas, nos sentimos desplazados, pero tampoco podemos dar por sentado que los chicos saben todo. Por eso, las habilidades instrumentales —como enviar un correo correctamente— y las reflexivas —seguridad y uso crítico— deben fomentarse desde la escuela y la familia, que tienen que acompañarlos en el mundo digital, igual que en otros espacios. La división entre “nativos” e “inmigrantes digitales” está quedando obsoleta, porque profundiza brechas en vez de tender puentes.
La experiencia muestra que cuando toda una comunidad educativa se involucra los resultados son mucho más efectivos. No se trata solo de dar talleres aislados, sino de un proceso continuado que articule docentes, directivos, jóvenes y familias.
LA ESCUELA y LA FAMILIA
En la escuela la tensión con las familias por el uso del celular es moneda corriente. Se encuentran padres que entregaron un celular a 5 años y después exigen que la escuela haga algo para controlar su uso; otros reclaman que sus hijos puedan usar la tecnología en el aula para comunicarse o pagar en el kiosco con Mercado Pago.
Facundo es claro al respecto: “Escuchamos de chicos que en sus casas nadie les propone actividades sin pantallas o al aire libre, que la cena es un momento en que los adultos no levantan la vista del celular y que los acuerdos familiares sobre dispositivos se rompen primero por los padres”.
La escuela, con sus tiempos más lentos frente a la velocidad de la tecnología, no puede cargar sola con la responsabilidad. “No podemos pedirle al docente que compita contra TikTok ni que vigile que los chicos no se distraigan”, explica. Es la última trinchera de vínculos sin pantallas, pero requiere que familias y docentes trabajen juntos: ni la escuela es enemiga de la familia, ni la familia de la escuela.
“La tecnología y nuestro vínculo con ella vuela. Pedir al sistema educativo que corra a la misma velocidad que la innovación tecnológica es injusto. Por eso, tenemos que encontrar puntos de encuentro, para comprometernos en alguna dirección, ya sea sostener, limitar o sacar los celulares de las aulas”, dice nuestro entrevistado.
“Un chico de 14 años no puede entrar a un casino, pero sí puede apostar desde la cama, con el celular en la mano, mientras sus padres creen que está jugando a la Play”
Entre las complejidades aparece el fenómeno del shareting, que da cuenta de la exposición temprana y constante de la vida de los hijos en redes sociales, muchas veces creándoles una huella digital desde su primera ecografía. “Muchos papás y mamás publican fotos de sus hijos sin pensar en que esa imagen ya no les pertenece y puede quedar en internet para siempre”, añade Facundo.
“No venimos a juzgar a las familias, que muchas veces hacen esto desde el amor y el orgullo, si no a problematizar la privacidad y la intimidad que estamos construyendo para las nuevas generaciones”. Para quienes crecieron sin celulares, es difícil entender el desafío que implica esta realidad: hay jóvenes que no conocen otro mundo. “No es imposible alejarse de las redes, pero sí es muy difícil, porque toda la época invita a exponerse, ser productivos y felices en la pantalla”.

Los efectos son claros y visibles: “las infancias juegan menos, el juego simbólico está en extinción, no pueden sostener relatos largos y prefieren contenidos cortos. Haberlos metido desde temprana edad en plataformas cuyo fin es el consumo y mercado, no el desarrollo intelectual o saludable, produce también una adolescentización profunda: chicas de 6 años que piden tratamientos de skincare o chicos de 13 que invierten en bonos para ganar plata rápida en lugar de tener experiencias saludables para su edad”.
Reivindica Facundo: “El juego no es perder el tiempo, es entrenar habilidades para la vida. Un niño que no juega tendrá carencias para resolver problemas, trabajar en equipo y relacionarse. El juego desarrolla habilidades sociales, emocionales y físicas que no se adquieren en los dispositivos. No basta que un chico sepa usar una app, necesita habilidades reflexivas para cuidar su seguridad, que solo los adultos podemos enseñar”.
En las escuelas se nota mucho la transformación en la manera de comunicarse y hacer amigos, como relata Facundo: “hay muchos chicos que no hablan durante todo el día en la escuela, pero después al llegar a su casa se conectan en videollamadas para jugar online donde generan vínculos y hablan de manera fluida. Así la forma de vincularse presencial termina quedando vacante”.
Bienestar Digital no busca dar indicaciones ni hacer señalamientos, brinda un llamado a conversar con los chicos para entender sus definiciones sobre privacidad, intimidad y amistad, y para problematizarlas junto con las experiencias adultas.
“No se trata de darles la palabra y punto, ni de imponer definiciones adultas, sino de encontrar acuerdos que sirvan para construir a la par”, asegura Facundo. “Hay que buscar soluciones argentinas para problemas argentinos. No podemos copiar modelos de países como Finlandia sin considerar nuestra realidad social y económica. Muchos chicos no tienen idea de cómo se vivía antes: el ‘escribiendo’ en WhatsApp es reciente, hace 10 años casi nadie usaba Google Maps. Por eso, hay que hablar en casa no solo con anécdotas, sino mostrando otros mundos posibles para que los chicos tomen lo que les sirva para construir el suyo”.
“Sabemos que retrasar la entrega del primer celular es un paso enorme porque de todos los dispositivos es el que promueve un uso más solitario y donde ya es difícil entrar como adulto a regularles su uso”
Argentina tiene alta conectividad y acceso a dispositivos en toda la región, lo cual implica muchas veces que quitarles los celulares a los chicos sin brindarles otras alternativas pueda profundizar desigualdades y exclusiones.
Respecto a la prohibición, neutro entrevistado es claro: “Aún no tenemos respuestas, pero sabemos que retrasar la entrega del primer celular es un paso enorme porque de todos los dispositivos es el que promueve un uso más solitario y donde ya es difícil entrar como adulto a regularles su uso. Obviamente, existen controladores parentales y normas de convivencia, pero en el territorio lo que vemos es que una vez que acceden todo se vuelve más complejo. Y a eso nos vamos a tener que enfrentar como padres, madres y personas adultas, pero no es lo mismo hacerlo con un niño o niña de 13 años que con alguien de 5 años. Habrá que empezar a preguntarse para qué necesita un celular.”
En los talleres que brindan a lo largo y ancho del país, la mayoría de los adolescentes dice que le gustaría usar menos el celular y que este hábito les quita tiempo para leer, tocar un instrumento o ver amigos. Algunos, incluso, admiten que hubieran preferido recibirlo más tarde porque “no estaban preparados” o “se metieron en lugares que no eran para ellos”. Esto revela una clara conciencia sobre el impacto que tiene la tecnología en sus vidas y la importancia de acompañarlos con límites adecuados.
Y aunque en las ciudades más grandes puede parecer lógico que los chicos no anden en la calle por cuidado, esta realidad se observa también en pueblos chicos donde todavía pueden conservar ciertas libertades: “están atrapados en la pantalla, con los mismos problemas, sin importar donde vivan. Un chico de 14 años no puede entrar a un casino, pero sí puede apostar desde la cama, con el celular en la mano, mientras sus padres creen que está jugando a la Play”.

La crisis económica, el retiro del Estado y la situación social agravan este escenario, que excede a la tecnología, pero no puede entenderse sin ella. Parece que lo que queda es el acompañamiento comunitario: donde escuelas, familias y sociedad dialoguen y construyan juntos modos más sanos y conscientes de vivir en un mundo digitalizado.
“No hay un manual. Cada familia y cada comunidad tiene que pensar qué quiere transmitir y cómo va a acompañar. Pero el silencio y la inacción no son opciones”, agrega Facundo. “Los chicos nos están pidiendo ayuda, están conscientes y necesitan que los adultos también asumamos la responsabilidad y pongamos el ejemplo. No hay recetas mágicas, pero sí ganas y compromisos para caminar juntos”.
Tal vez, lo que esperan no es que se apaguen todas las pantallas, sino que se dejen un rato a un lado para mirarlos a los ojos mientras aún quieren jugar.