TRES POR UNO

CUENTO

TRES POR UNO

Claudio Puntel, docente y periodista ganador del premio Fray Mocho, género cuento 2023, con “Yuchán florecido”, nos regala este cuento de boxeo, de desarraigo, de hígado castigado y sangre. Aguantar, aunque duela, en el ring, en la vida.

Texto: Claudio Guido Puntel | Fotografía: Luciano Peralta
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«Mañana voy a mear sangre», pensó el Burrito mientras esperaba el 15 en la esquina de Siria y Ameghino. «Tres días seguidos voy a mear sangre». El 15 no llegaba y de a poco la tarde iba quedando sin soles. Casi no le dolía nada a pesar del castigo, apenas un poco el brazo derecho cuando lo levantaba; por eso cargó el bolso en el hombro izquierdo.

Pensaba que iba a ser más fácil. Burrito venía en ascenso y el gringo ya estaba de vuelta. Suponía que iba a poder hacer todo lo que le había indicado el viejo Barreto. «Entrás, golpeás y salís, Burro», repetía el viejo. «Si con un paso para atrás quedás fuera de peligro, te mantenés así. Y si no, otro paso más». Parecía que se lo había dicho al gringo, porque fue lo que hizo en cada uno de los ocho rounds.

El quince asomó la trompa en la esquina y el Burrito sólo esperaba encontrar asiento. No encontró, viajó parado con el bolso a los pies y el brazo izquierdo colgado del caño. Puteó para adentro, esta vez sí, en la dulzura de la lengua originaria. Una sola vez, hace tiempo, había pronunciado un «¡Añamemby!», lo miraron como a bicho raro y no lo hizo nunca más.

No es muy lindo tener que reprimir el idioma del barrio, la lengua con que la abuela lo arrullaba, el alarido agreste de los festejos y de los desafíos. En la ciudad se habla distinto, se usan otras palabras. Hay otros olores, también.


Volvió a pensar en el chorro de meada enrojecida con que iba a inaugurar la mañana siguiente. Todavía no le dolían los riñones, pero en un rato comenzaría a suceder.

El gringo le daba justo al costado. Con izquierda y con derecha le daba. Primero le apuntaba a la cabeza y cuando el Burrito subía la guardia, ya le estaba colando los puños por debajo de las costillas. «Por burro», estaría pensando el viejo Barreto y Burrito se hacía el sordo, hacía como que no lo miraba, no quería verlo. Intentaba de todo, sabía lo que tenía que hacer en cada ataque, pero no le salía. Lo pensaba, pero ni los brazos ni las rodillas le obedecían. Veía que el gringo sacaba un puño y sabía que necesitaba dar un paso atrás, lo pensaba y el paso no salía. El puño llegaba pleno, en un golpe rojo, ruidoso, que lo sacudía vertical.

El 15 iba pasando por el centro, por las ventanillas entraban olores a combustibles quemados, a frituras con aceites reciclados, vapores de pizzerías, ruidos de voces de gente que grita, de otras que ríen, gente que insulta, que habla con otra música en la voz. En su pueblo también había esos olores, pero también a tomillo, a musgo, a cebollas guisadas y a frutas salvajes.

Burro salió a pelear sabiendo bien lo que tenía que hacer. Falló una sola cosa, hubo un mínimo detalle que lo dejó fuera de tiempo, ese golpe del gringo que llegó directo a su hígado. No llevaban seis segundos cuando aquella mano entró con todo, lo dobló hasta casi dejarlo de rodillas sobre las tablas. Dolió. Primero no, fue doliendo de a poco hasta ser insoportable. Después de ese masazo, las piernas no sirvieron más que para sostenerlo. El gringo se plantó en el centro, rotaba sobre su eje y sacaba golpes con los dos brazos. Ningún desgaste, golpes que parecían blandos, pero que se iban acumulando y hacían que Burrito se volviera cada vez más rígido.


Del otro lado del río había otra vida, la gente se movía distinto, había otros colores, pocas veces se ponía a extrañar aquella vida. A veces pasaba.

El colectivo ya había atravesado el centro de la ciudad y penetraba en los primeros barrios del cordón. Ya había algunos asientos desocupados que el Burro desestimó, si se sentaba iba a tener mucha dificultad para pararse y luego caminar las cinco cuadras que restaban a su casa. El viejo Barreto vivía en otro barrio, parecido al suyo, pero en la otra punta. Mejor, así no lo iba a tener temprano en la casa preguntándole por qué no le hizo caso, y que para qué tiene entrenador si después va a ir a hacerse pegar.

Él sabe que, si no fuera por aquel directo al hígado, la pelea habría sido otra y ahora el barrio no le estaría resultando tan extraño. «Descuidé el hígado», pensó cuando vio entrar el puño. No pensó «hígado», lo pensó en guaraní, como lo decía la abuela. Seguro que el gringo no sabe cómo nombran al hígado en guaraní. El viejo Barreto tampoco.