¿QUÉ HAREMOS CUANDO SE VAYAN TODOS LOS ÍDOLOS POPULARES?

CUANDO EL DOLOR ES COLECTIVO

¿QUÉ HAREMOS CUANDO SE VAYAN TODOS LOS ÍDOLOS POPULARES?

El argentino es conocido a niveles mundiales como pasional, como personas que se desviven por algo que les genera alegría desmedida. Encontramos eso que nos atraviesa el pecho con emociones, entonces lo perseguimos, lo defendemos. Pero, ¿qué pasa cuando llega la muerte?

Texto: Zul Bouchet

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Ilustración: Maxi Sanguinetti

El término fanatismo viene con mala prensa, asociado a cierta falta de criterio, al otro extremo de la razón, de lo razonable. Ningún extremo es bueno, dicen las (¿malas?) lenguas. Pese a eso, si habría que definir qué es ser fan, seguramente de ejemplo habría un argento. Pero la pasión va más allá de cuestiones obsesivas o adictivas, no es una herramienta de evasión ni un mero entretenimiento, es pulsión de vida. Y las personas no podemos huir de aquello que nos hace sentir vivos.

Algunos hacen carne de sus pasiones para sobrevivir, para transitar los días y encontrar el aguante frente al contexto que habitan. Unos cuantos las ignoran, prefiriendo vivir indiferentes o, simplemente, no han tenido la fortuna de encontrarse con ellas. Otros, a raíz (o por consecuencia) de sus vivencias, se convierten en la pasión misma.

Cómo ese pibe de Fiorito que jugaba con sus amigos en un potrero maltrecho y terminó siendo campeón mundial. Como quien convirtió una pérdida desesperante en lucha: Norita, madre de Gustavo; Estela, abuela de Ignacio. Cómo quien escuchó a los humildes en una época que los trataba como máquinas de trabajo.

Tal vez, también, cómo Gilda, que pasó de cumbiera a santa pagana. El gitano, que trascendió de las fronteras argentinas para ser de América. O cómo el Che, revolucionario rosarino que se volvió un emblema latinoamericano. Ya son varios los que nos acompañan desde otro lugar, pero todavía nos quedan unos acá. Cómo el Indio, que saca sus garras ante lo evidentemente injusto.

Tuvimos muchos, aunque parecen pocos. Ídolos, mitos, referentes, dioses, iconos, héroes, campeones. Los mencionamos de forma diferente e, incluso, algunos dejaron de lado su nombre para hacer propio el que la multitud les dio.

El ídolo, quien se destaca del resto de los mortales, rompe con las nociones del liberalismo existencial -en las que cada uno tiene su vida y eso es suficiente- y reivindica un sentimiento que es compartido y no crea inferioridad. Al contrario, ese ser humano tiene la capacidad de generar lazos de fraternidad. Lo resaltable es que no necesita dotes extraordinarios para hacerlo, le alcanza con transformar sus heridas en alivio general, sus pasiones en comunidad.

Seguramente ese fenómeno tiene explicación, pero es difícil convertir un sentimiento pasional en una definición académica, la excede, no se explica. 

Algunos ídolos tienen la potencia de contagiar su historia personal y afianzar el sentir colectivo. Su individualidad se vuelve parte de relatos ajenos, porque se identifican o porque lo usan de bandera de aguante ante ciertos dolores sociales. Quienes ven allí una historia que no los deja sentirse tan solos, lo transforman en popular. Para aumentar su alcance, para ampliar el abrazo.

““Es nación, pueblo y patria. Lo compartido se vuelve parte de la identidad del todos, desborda los cuerpos individuales para formar una experiencia mayor, más grande””

El ídolo popular atraviesa todas las clases (aunque suele estar más vinculado con las subalternas); excede los límites de la comunidad con la que se identifica en su ámbito personal; no diferencia géneros, ni edades, ni geografías. El sujeto se vuelve bandera, representación, amuleto. Es nación, pueblo y patria. Lo compartido se vuelve parte de la identidad del todos, desborda los cuerpos individuales para formar una experiencia mayor, más grande.

Desde que sabemos de su existencia no podemos concebir la realidad sin su compañía. Cuando gira una pelota, está ahí. Cuando se llenan las calles, se esperan los pañuelos blancos. Cuando inicia un show, se ruega que aparezca su figura al menos en una canción. Cuando los marginales sufren, se esperan sus acciones de calma.

Y un poco nos acostumbramos a tener alguien que nos defienda. Una referencia que nos oriente, que nos guíe, que nos acompañe en los llantos y en las risas. Alguien que marque el camino, que nos enseñe de aguante, que nos demuestre que hasta de las peores calamidades se puede sacar energía para darle pelea al destino.

Pero olvidamos que mientras nosotros crecemos ellos también lo hacen. De repente los años pasan y la finitud de la vida se hace presente para pegarnos un par de cachetadas. Como si nos dijera: presten atención, aprendan, escuchen, que algún día no van a estar más. Y ahí, ¿qué hacemos? ¿Cómo se camina sin guía? ¿Cómo un barco sin faros evita estrellarse por las noches?

En un tiempo breve, se perdieron varios emblemas. Las calles se llenaron de llanto, de todos los colores y formas posibles, el dolor fue inevitable. Unidos en la desgracia de saber que no tendremos nunca más ciertas palabras para reconfortarnos. La pérdida colectiva fue mayor que cualquier diferencia individual, en todos los rincones se marcó la ausencia. Y los argentinos no podemos, tampoco, evitar sufrir con pasión. Aunque también hubo festejos y celebración, de quienes no comprenden ni comparten el fuego desmedido que los ídolos generan. Eso resalta la importancia de sus figuras: ni siquiera quienes manifiestan desagrado fueron capaces de ignorarlos. A todos, les dieron amor para salvarlos.

El 25 de noviembre de 2020 murió Diego y tanto las calles como las redes se inundaron de su imagen, fiel ejemplo de su magnitud: ni aquellos que lo aborrecen pudieron evitar decir algo. Dos años después, en 2022, murió Hebe. Y la historia se repitió: para bien o para mal, nadie pudo hacer silencio ante la pérdida.

“La muerte angustia por todas las alegrías que ya no sucederán”

Ahora, ¿cómo se sigue? ¿qué haremos cuando se vayan todos los ídolos populares? ¿Cómo podremos continuar cuando la divinidad sea vencida por lo mundano?

La cultura mapuche usa el término layerlewün para referir al vacío por muerte o pérdida, para nombrar a la desolación que aparece cuando algo ya no está. Aunque no hablen puntualmente del duelo, es un concepto cercano, si entendemos que el duelo es una pérdida. No solo se duela la desaparición física, también es la pérdida de proyectos sociales, culturales, políticos. La pérdida de un espacio de contención, de cariño, de afecto.

El layerlewün implica sentir la ausencia, tener que adaptarse sabiendo que está. En sí, conlleva aprender a vivir con la falta. Un poco lo que nos atraviesa desde el momento en que leemos, donde sea, que alguien que nos inspira se fue. A veces genera enojo, el típico: nos dejó y, peor, nos dejó solos. Como si el otro pudiera elegir no morir, como si fuera realmente un Dios. En otras oportunidades, sólo nos invade la tristeza y el desconsuelo.

Para hablar del sentimiento que se genera cuando alguien muere, los mapuches usan el término weñagkutün. Ellos entienden a los funerales como una expresión de solidaridad entre quienes integran la comunidad. Algo interesante, si recordamos los momentos en que los ídolos populares tuvieron una despedida pública: todos nos abrazamos, no importa nada más que ese dolor. Al otro día volverán las peleas y las oposiciones, pero en ese momento nada interesa más que quien se está yendo. Todos tenemos una historia que contar sobre quien partió, el dolor se expulsa contando lo mejor que nos dio en nuestra individualidad, para que el resto entienda nuestra unión a ese colectivo.  

La muerte angustia por todas las alegrías que ya no sucederán.

Después, llega la mitificación. En la cultura argentina, como en la mapuche, ciertos individuos dejan de ser humanos cuando se van, convirtiéndose en símbolos. Hasta sus errores tendrán una justificación de enseñanza, porque la multitud tiene la necesidad de recordarlos de manera positiva, de transitar la ausencia con buena nostalgia.

Ante el vacío remarcamos que nos enseñaron a luchar y nos dieron las herramientas necesarias para organizarnos, para fortalecernos a través de lo comunitario. Si ellos no se rendían, ¿por qué vamos a hacerlo nosotros? Forjando un punto de encuentro, con su imagen, a través del recuerdo.

Habrá entonces que mantener vivas sus virtudes, estar a la altura, devolverles el aliento no dejando morir sus principios. Imagino que algunas ausencias son eternas, en todo lugar estará alguien extrañando lo que fue. Lo importante será lo que seamos capaces de hacer con el amor que nos dejaron. 

En tiempos de inhumanidad, de discursos de odio, de crueldad que se desparrama sin encontrar un tope, el amor que forjaron debe ser la energía que nos falta para reaprender de los errores y volver a reconstruirnos. Para enfrentar la pérdida de sensibilidad y la desidia que atraviesa nuestro pueblo, el amor brindado debe seguir siendo nuestro punto de encuentro. Para reafirmar la importancia de lo colectivo: hay batallas que no se pueden ganar sin ayuda de otros.