POESÍA
Libertad
Mucho se habla de la libertad en Argentina últimamente. En este cuento Isidro Alazard ofrece una mirada que mezcla la belleza de la poesía y la crudeza de la realidad. La vida misma.
La vida en un psiquiátrico es así, le decían todo el tiempo. Cuando el pan estaba duro, cuando lo acostaban a las siete, cuando le pegaban mientras lo bañaban, la excusa siempre era esa.
Oscar quería salir. Desde chico lo tenían en instituciones y conocía más a los psiquiatras y enfermeras que a su propia familia. No tenía recuerdos fuera del aislamiento, ni con sus hermanos, su madre o algún pariente lejano. Ni hablemos de amigos. Hacerte amigos en esta situación es como adoptar una mosca. Te dura unos días y después o se va, o se muere.
Su único pasatiempo era su libreta. Ahí hacía dibujos, anotaba ideas y escribía poemas. Lo había empezado a usar hace un par de años cuando un tutor de la institución se lo había regalado, como forma terapéutica de expresarse. Parece que funcionó, porque desde ese entonces Oscar ya no se quema más la piel con encendedores como hacía antes, sino que se para horas y horas escribiendo en el cuadernito negro. Quedaban pocas hojas, así que últimamente reservaba espacio para lo sumamente importante. Sin embargo, notaba que mientras dormía, alguien escribía, ocupando lugar con poemas de los más absurdos, y, sorprendentemente, imitando casi perfectamente la letra de Oscar.
La situación empezó a preocuparle, tanto que se pasaba las noches despierto vigilando su mesa de luz para ver quién era la persona que llenaba la libreta: no tanto por su constante martirio de que se le acabe, sino también para encontrar explicación a los poemas.
Los días pasaban y la mente de Oscar no daba más. Dormía mal, casi ni comía y no hablaba con nadie. Cualquiera podía ser el culpable, pero no tenía ni una pista. Gastaba las horas en su habitación mirando, desde su ventana del quinto piso, a la calle, viendo a la gente caminar, como si no pasara nada, mientras abrazaba su cuaderno y pensaba, a veces en silencio, a veces en voz alta, pero sin dejar de lado sus preocupaciones.
El momento llegó. Un martes se despertó y lo primero que hizo fue abrir su cuaderno. Dio una hojeada rápida. Ahí estaba: la última página repleta de letras grandes que malgastaban los renglones como si existiese una pila infinita de hojas más. Llorando, tiró el cuaderno contra la pared y se quedó un buen rato tirado en la cama, balbuceando palabras que ni él mismo entendía. Cuando tomó coraje se levantó, fue a buscar el cuaderno y, finalmente, leyó:
Que te dejen ser,
Que te dejen mancharte
De tatuajes o cicatrices.
Que te dejen vivir,
Caer, arrepentirte.
Que te dejen volar
Con alas rotas o de cemento.
Que te dejen creer
En tus sueños, en tus deseos.
No hay nada más importante
Que vos te dejes
Ser libre
Y saltar.
Al día siguiente, la institución en la que vivía Oscar, comenzó a instalar barrotes en las ventanas, empezando por los pisos más altos.