EPITAFIO PARA EL OLVIDO

HALLOWEEN

EPITAFIO PARA EL OLVIDO

El joven escritor de terror Jonathan Fernández, fiel a su estilo, nos regala unas descarnadas líneas en su “Epitafio para el olvido”, en perfecta sintonía con el gran talento de Kevin Pérez en la ilustración.

Texto: Jonathan Fernández

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Ilustración: Kevin Perez

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Luego de contemplar los horrores imposibles que mi mente elucubró tras la repentina aparición sufrida días atrás, me encontré escribiendo un epitafio para la tumba de una persona que hasta hace poco me era desconocida.

En mi familia existen secretos tan bien guardados que incluso yo, un investigador profesional, puedo quedar enroscado en los mitos familiares.

Resulta que, hará casi sesenta y dos años, falleció un hombre que todos desean no recordar. Uno que conocí a través de un viejo diario olvidado tras los tatamis que mi tío abuelo había traído de su viaje a Japón.

Desconozco la razón por la cual me ocultaron durante décadas aquella información, ni tampoco entiendo porqué este hombre es tan deleznable a los ojos de mis padres y tíos. Mis hermanos, poco sorprendidos por la aparición de esta persona en nuestro árbol genealógico, me dejaron hablando solo cuando intenté tocar el tema: recibí dos portazos en la cara y un silencio sin sentido.


Me inmiscuí en los registros de defunciones y hallé —tras una larga discusión con la persona a cargo de tales archivos— un lugar, una fecha, y algo más. El hombre había sido enterrado en la última parcela de un viejo cementerio, abandonado tras su cierre. Ahí, su cuerpo yace sin lápida. Ysu foto está manchada con una extraña tinta oscura que deforma su cara de manera amenazante.

Tras leer el diario, que describía a este extravagante hombre como alguien que había sido rechazado por toda su familia, quienes se referían a éste como un “desquiciado”, “un demente que se iba a matar tarde o temprano”, perseguí su pista hasta el viejo cementerio que dicho obituario mencionaba y me encontré con algo aterrador.

Allí, donde antes había mausoleos y panteones perdidos, encontré la tumba abierta de aquel hombre. Caí de rodillas y examiné la tierra removida hace tiempo, y pensé en que, de seguro, sus huesos habrían sido extraídos del pozo y arrojados a alguna fosa común. Sin embargo, me extrañó encontrar los restos partidos de un ataúd. También llamó mi atención las manchas negras presentes en la madera y las marcas de dedos que todavía permanecían intactas a pesar de estar expuestas a la lluvia y a diversas condiciones climatológicas tras tantos años de olvido.

En ese momento, sentí una presencia extraña, casi gnóstica, a pocos metros de mi espalda. No escuché su voz, mi vista periférica encontró una sombra azulada que se mantenía tiesa en su lugar: me di la vuelta y aquella pista desapareció, junto a mi juicio. Volví a casa tras cuarenta minutos deconducir el auto y me hallé tan cansado que apenas cené algunas sobras que había en la heladera.


Caí rendido en la cama y me envolví en las sábanas. Lo único que sentí, al levantarlas, fue ese pegajoso líquido oscuro pegándose en la yema de mis dedos. Se sintió viscoso, tan desagradable como los restos cadavéricos de un ser que no termina de pudrirse y se consume en su miseria.

Abrí los ojos y lo vi, abrazado a mi torso: su rostro azulado, con la barba crecida y las cuencas tan vacías como el infinito. Estaba pegado a mí, como un animal asustado, aferrado a mi cuerpo, un niño con rostro de viejo. Me abrazaba con sus largos brazos arrugados y sus lánguidos dedos de uñas rapaces.

Quedé petrificado y grité, aunque tapó mi boca con su sucia mano cadavérica.

Dame el descanso que merezco. Cometí un error.

Escuché sus palabras y perdí el conocimiento durante dos o tres minutos, o al menos así se sintió. Desperté y la imagen no desapareció. Ahí estaba, pegado, abrazado con la mitad de su cuerpo aún podrida. Pensé que él, de alguna manera, podía materializarse a su antojo y me había seguido hasta mi vivienda, quizá en el baúl de mi auto.

Solo me dediqué a escucharlo: repetía que quería ser reconocido, no olvidado. Que eso es lo que lo había vuelto loco y no lo había dejado descansar durante más de sesenta años.

No hubo flores en su tumba, ni nadie que publicara un mensaje en los viejos diarios locales. Decidieron dejarlo morir solo y abandonado, porque no fueron capaces de aceptar sus extraños métodos para buscar el elíxir de la vida eterna.


¿Qué había hecho en vida para ser desterrado de la familia y de la memoria?

Me enteré de ello al otro día, tras prometerle escribir su epitafio y llevarlo a descansar en un panteón, a escondidas, reemplazando el cuerpo de otro en una tumba recién cavada.

Su fecha de defunción coincidía con un mes negro en los calendarios locales. Veintidós niños habían sido devorados por un supuesto caníbal. Uno que nunca terminó por aparecer. Las edades de los jóvenes iban de seis a catorce y todos, al parecer, se habían topado con el mismo desgraciado en algún lugar del parque.

Los restos de algunos fueron encontrados en la basura, y otros, desmembrados en partes imposibles y de forma precisa, en el lago. Imaginé el resto de la historia y até los cabos al redescubrir en el diario que este hombre de la familia tenía una obsesión con permanecer vivo. Se había inventado un supuesto elixir que, devorando la médula ósea de infantes, su sangre permanecería joven y podría alcanzar un nivel de revelación mental más allá de los límites comprendidos.

Por ello el hombre se había escondido en su vergüenza, al darse cuenta que no había hallado nada más que desgracias tras sus cuestionables procedimientos. Fue asesinado por sus hermanos, abandonado en un lugar lejano y borrado del mapa.

Mi obsesión está en que él, por más ridículo que parezca, merece ser recordado por su aporte a las ciencias oscuras. Y no se trata de terminar con la maldición de su persecución en mi vida personal, sino, también, de dar con la fórmula correcta para perfeccionar su búsqueda de inmortalidad. Porque yo, por más ridículo que parezca, soy consciente de que él no pudo traspasar las puertas de lo desconocido debido a su frágil moral y arrepentimiento.

Quizá, si logro cumplir su capricho y hacer que vuelva a aparecer ante mí, me revele sus secretos. Necesito encontrar su laboratorio, pasear por la cabaña de los horrores en donde todo ocurrió y seguir ahí con lo que este hombre alguna vez comenzó.

Escribo este plan por si alguna vez alguien nace con las mismas ansias: se ve que la voraz búsqueda del infinito es algo que solo los iluminados en esta familia llevamos en la sangre.


captura de pantalla

halloween (John Carpenter, 1978)

Un clásico. De uno de los maestros del género (si te quedas manija podes seguir con hits como La niebla, La cosa o They live). Aca nace Michael Myers, uno de los villanos icónicos del cine de terror.

Sabrina, la bruja adolescente (G. Halvorson, 1996)

Tiene su version moderna pero me quedo con la sitcom de los 90s. Con la estrella juvenil de los 90s, Melisa Joan Heart, como Sabrina Spellman. La serie que hizo que quisiéramos tener un gato negro que se llame Salem.

El extraño mundo de jack (Henry Selick, 1993)

Jack Skellington vive en Halloween Town, un lugar oscuro y fantástico donde sus habitantes celebran Halloween todo el año, hasta que descubre la Navidad y quiere hacerla suya, creando un hermoso caos.