Hubo un momento, no tan lejano, en que el under no necesitaba definirse, simplemente era. No se anunciaba, no pedía permiso, no se medía. Canciones mal grabadas en un cassette, una fiesta donde se mezclaban el punk, el teatro, la política y el desencanto. Una reunión en un living con cervezas de litro, luces quemadas y sonidos que parecían venir de otra galaxia. Y es que el under no se pensaba a sí mismo. No buscaba audiencia, buscaba escape, una salida al encierro de lo establecido, una grieta en la realidad que dejaba pasar otra cosa. Algo más libre, más caótico, más honesto… más humano, incluso.
Hoy, ese espíritu sigue vivo, pero cuesta encontrarlo. Hay que buscarlo entre los restos de una reunión sobreexpuesta, demasiado planificada para ser subversiva. Porque sí: el under, ese espacio de lo imprevisible, cayó en la red. Fue colonizado por la mirada constante, por el gesto de mostrarse, por la ansiedad de la visibilidad. Lo que antes era palabra oral, grito improvisado, panfleto mal impreso, en la actualidad tiene que convertirse en contenido.
Lo más paradójico de todo esto es que, durante un tiempo, las redes fueron vistas como aliadas del mundo independiente. Por fin —decíamos— cualquiera puede compartir su arte, su música, su manifiesto. Por fin no hace falta un sello, un canal, un editor.

Pero lo que no vimos fue el costo. Simon Reynolds en su libro Retromania señala que vivimos atrapados en un presente que no avanza y que es devorado por su propio archivo. En lugar de liberar, las redes comenzaron a repetir formas, estéticas, recetas. Todo tiende a parecerse a otra cosa. Y lo nuevo, cuando surge, se vuelve viejo en dos días.
A esto se suma lo que Mark Fisher llamó la lenta cancelación del futuro. Ya no se trata de romper con el pasado, sino de reciclarlo una y otra vez. Y es que la lógica de las plataformas es esa: premiar lo reconocible, lo que ya funcionó. El under, que antes era sinónimo de riesgo, terminó adaptándose para no desaparecer.

En los ‘80 y los ‘90 fue más que un movimiento estético, en especial en Buenos Aires. Fue un campo de supervivencia afectiva y creativa, donde convivían artistas visuales, poetas, performers, comunicadores, activistas LGTB y músicos con mucha urgencia de decir lo que no estaba dicho. Todos ellos inventaron un lenguaje propio, casi indescifrable para quienes no estaban dentro. El acceso era lento, físico, emocional. Fue un laboratorio social donde lo precario no era un defecto, sino parte del ADN de la propuesta.
“El under no se pensaba a sí mismo. No buscaba audiencia, buscaba escape, una salida al encierro de lo establecido”
Lamentablemente a esta altura del nuevo siglo ese tipo de ritual está en peligro de extinción. Las redes exigen inmediatez, claridad y “valor de mercado”. Y eso termina empobreciendo el proyecto porque lo verdaderamente alternativo muchas veces no se entiende de inmediato, no es atractivo en dos segundos, no encaja en un feed.
Un disco con ruido de fondo, un poema dicho en voz baja, una fiesta postpunk sin flyer: ¿tienen lugar en un mundo dominado por Instagram y Spotify? Tal vez sí, pero sólo si están dispuestos a jugar un juego que les es ajeno, uno donde importa más el impacto que la intención.

Y acá conviene hacer una pausa porque no se trata de oponerse ciegamente a la tecnología. Eso sería ingenuo. La red tiene sus cosas: sirve para conectar, para difundir, para encontrar afinidades que, de otro modo, no existirían. Pero el problema empieza cuando dejamos que eso moldee lo que hacemos y cómo lo hacemos.
Cuando un artista compone pensando en el algoritmo, en lugar de en el vértigo del deseo o el temblor de una idea, algo se rompe.
Quizás lo más punk hoy sea no mostrarse, o mostrar lo justo, ni más, ni menos. Usar las redes como un medio, no como un fin. Hacer cosas que no necesiten ser explicadas. Crear para unos pocos, con códigos herméticos. Cuidar los procesos. Fracasar sin testigos.

Lo under no está muerto, sólo está herido y confundido en busca de refugio en otras formas. Puede estar en una sesión de improvisación sin grabar, en un encuentro sin WiFi, en un collage que se destruye al terminar la muestra. Puede estar, incluso, en un grupo de afines donde no hay filtros ni reels, solo voces, ideas, canciones rotas y bellas.
“Lo under no está muerto, sólo está herido y confundido en busca de refugio en otras formas”
Porque el under, al final, no es un estilo, sino una manera de estar en el mundo; contracultura con desobediencia, humor y sensibilidad, pero por sobre todo con ganas de hacer algo que no tenga sentido más que para vos y un puñado de personas más.
La red lo devora todo. Pero hay lugares que todavía resisten. Y hay gente que sigue creando con la rabia, la ternura y la torpeza de quienes no buscan likes, sino conexión real. Y mientras eso exista —aunque sea en una esquina perdida de la ciudad o de Internet— ese espíritu insolente de la juventud seguirá respirando. ¡Larga vida al under!