Hola,
discúlpeme la hora de escribir.
Me apura el murmullo del amor
y el sueño de quien ya no sueña.
Afuera todo está tan quieto
que no se nota la ausencia más indispensable.
Más ineludible.
Si me disculpo por cada error
temo cometer el peor acto del amor:
el aburrimiento.
Pero discúlpeme
por la hora de escribir.
Las calles hierven con el sol
y las veredas contienen la tristeza
de no vernos caminando de la mano.
El apuro de los días nos hizo olvidar
de reír, de llorar.
De seguir.
Escribo en lápiz estas palabras
(que salen impiadosas y urgentes)
así las puedo borrar.
Así las podré encontrar
diez años después en un cajón
y no sabré si habré escrito un mí o un ti.
Pero la memoria olvida algunas cosas.
También deja acalambradas otras en la piel
y en las piedritas de la vereda.
A la siesta la nostalgia arde
sin un viento que pueda llevarse tu aroma
ni los restos de la goma que acabo de tirar al suelo.
Discúlpeme la hora de escribir
esta carta condenada a morir.
Olvidada, abollada o incluso,
Quemada.
Pero el dolor no se va
y la urgencia me ataca por momentos,
que no elijo.
Si fuera cuestión de decidir
no existirían los corazones rotos,
ni se gastarían tantos lápices.
No existiría la poesía.
Quizá peque de ingenuidad
cuando piense que alguien la está amando
como yo nunca pude hacerlo.
¿Podré consolar, con unas cuantas líneas
de poemas desordenados que nadie enseñó a crear,
al insomnio que araña desde hace días?
Cuando miro por la ventana de esta casa
lamento cada latido en desuso,
cada papel, cada grafito
que no gasté con usted.
